Literatura Española del Siglo XVII

05.- NOVELA PICARESCA

3.- Segunda parte del Lazarillo de Tormes de Juan de Luna (1620)

Capítulo primero.- Donde Lázaro cuenta la partida de Toledo para ir a la guerra de Argel.

[...] Fue, pues, el caso que llegando a la posada vi un semihombre, que más parecía cabrón, según las vedijas e hilachas de sus vestidos: tenía un sombrero encasquetado, de manera que no se le podía ver la cara; la mano puesta en la mejilla y la pierna sobre la espada, que en una media vaina de cimojes traía, el sombrero a lo picaresco, sin coronilla, para evaporar el humo de la cabeza; la ropilla era a la francesa, tan acuchillada de rota, que no había en donde poder atar una blanca de cominos; la camisa era de carne, la cual se veía por la celosía de sus vestidos; las calzas, al equivalente; las medias una colorada y la otra verde, que no le pasaban de los tobillos; los zapatos eran a lo descalzo, tan traídos como llevados; en una pluma que cosida en el sombrero llevaba, sospeché ser soldado. Con esta imaginación le pregunté de dónde era y adonde bueno caminaba, alzó los ojos para ver quién era el que se lo preguntaba, conocióme, y yo a él: era el escudero que en Toledo serví; quedé admirado de verle en tal traje.
Conocida mi admiración, dijo:
-No me espantaría, Lázaro amigo, te maravillase verme como me ves; pero presto no lo estarás si te cuento lo que por mí ha pasado desde el día que yo te dejé en Toledo hasta hoy. Tornando a casa con el trueque del doblón para pagar a mis acreedores, encontré con una arrebozada que, tirándome del herreruelo, con lágrimas y suspiros mezclados con sollozos, me pidió con encarecimiento la favoreciese en una necesidad que se le ofrecía; roguéle me diese cuenta de su pena, que más tardaría en dármela que yo en dalle remedio, ella, sin dejar el llanto, con una vergüenza virginal, dijo que la merced que le había de hacer, y ella me suplicaba le hiciese, era la acompañase hasta Madrid, en donde le habían dicho estaba un caballero que no se había contentado con deshonrarla, sino que además le había llevado todas sus joyas, sin tener respeto a la palabra de esposo que le había dado, y que si yo quería hacer por ella esto, ella haría por mí lo que una mujer obligada debía. Consoléla lo mejor que pude, dándole esperanzas que si su enemigo estaba en el mundo, se tuviese por desagraviada. En conclusión, sin tornar el pie atrás, partimos a la corte, hasta donde la hice la costa. La señora, que sabía bien adonde iba, me llevó a una bandera de soldados, donde la recibieron con alegría y la llevaron delante del capitán para que la pusiese en la lista de las cicateras, y tornándose a mí con una cara de poca vergüenza, dijo: “Adiós, seor peligordo, pues ésta no es para más”.Viéndome burlado, comencé a echar espumajos por la boca, diciéndole que si como era mujer fuera hombre la sacaría el alma de cuajo. Un soldadillo de los que allí estaban se llegó a mí y me hizo una mamona, no osando darme un bofetón, que si me lo hubiera dado allí podían abrir la sepultura; como vi aquel negocio mal encaminado, sin decir chus ni mus me fui más que de paso, por ver si me seguiría algún soldado de talle para matarme con él; porque si me pusiera con aquel soldadejo y le matara (como sin duda hiciera),¿qué honra o qué fama ganaría? Mas si hubiera salido el capitán o algún valentón, les hubiera dado más cuchilladas que arenas hay en el mar. Como vi que ninguno osaba seguirme, fuíme muy contento. Busqué una comodidad,y por no haberla hallado tal cual merecía, estoy como ves; verdad es que he podido ser repostero, o escudero de cinco o seis remendonas, oficios que, aunque muriese de hambre no los tomaría.
Concluyó el bueno de mi amo con decir que por no haber hallado unos mercaderes de su tierra que le prestasen dineros estaba sin ellos, y no sabía adonde ir aquella noche. Yo, que le entendí la leva, le convidé con la mitad de mi cama y cena. Admitió el convite. Cuando nos quisimos acostar le dije quitase los vestidos de encima del lecho, que era pequeño para tanta gente. A la mañana quise levantarme sin hacer ruido, eché mano a mis vestidos y fue en vano, porque el traidor me los había hurtado e ídose con ellos; pensé quedarme muerto en la cama de pura pena y me hubiera sido mejor por evitar tantas muertes como después recibí; di voces, apellidando: “¡Al ladrón, al ladrón!”.Subieron los de casa y halláronme como el nadador; buscando con qué cubrirme por los rincones del aposento. Se reían todos como locos, y yo renegaba como carretero; daba al diablo al ladrón fanfarrón, que me había tenido la mitad de la noche contando grandezas de su persona y linaje.
El remedio que por entonces tomé (porque ninguno me lo daba), fue ver si los vestidos de aquel matasiete me podían servir hasta que Dios me deparase otros; pero era un laberinto. Ni tenían principio ni fin: entre las calzas, y sayo no había diferencia. Puse las piernas en las mangas y las calzas por ropilla, sin olvidar las medias, que parecían mangas de escribano. Las sandalias me podían servir de cormas, porque no tenían suelas; encasquetéme el sombrero, poniendo lo de arriba abajo, por estar menos mugriento; de la gente de a pie y de a caballo que iban sobre mí no hablo...

Media [cama] con [hombre] limpio en albergues baratos

(El capitán Alatriste y la España del Siglo de Oro. El País-Aguilar 2002)

[Si quieres comparar al escudero de 1620 con el de 1554, pincha aquí]

Capítulo IV. Cómo llevaron a Lázaro por España.

[...]Oyó mi soliloquio uno de aquellos borreros, y con voz carretil me dijo:
-Si el señor atún habla más palabra le pondrán en sal con sus compañeros, o lo quemaremos como a monstruo: los señores inquisidores han mandado, prosiguió, lo llevemos por las villas y lugares de España, a enseñarlo a todos como portento y monstruo de natura.
Yo les juraba que no era atún, monstruo ni otra cosicosa, más que hombre, tanto como cualquiera hijo de vecino, y si había salido de la mar, era por haber caído en ella con los que se ahogaron en la armada de Argel. Eran sordos, y tanto peores cuanto menos querían entender. Viendo que mis ruegos eran tan perdidos como la lejía con que lavan la cabeza al asno, tuve paciencia, aguardando a que el tiempo, que todo lo cura, curase mi mal, que procedía de aquellos malditos metamorfosios. Pusiéronme en una media cuba hecha al modo de un bergantín, que llena de agua, y yo sentado en ella, me llegaba hasta los labios; no me podía levantar en pie por tenerlos atados con una soga, de la cual salía un cabo por entre los cellos de aquel pelambre, de suerte que si por malos de mis pecados pipeaba, me hacían dar un camarujo como rana, y beber más agua que hidrópico; cerraba la boca hasta que sentía que el que tiraba aflojaba; entonces sacaba la cabeza fuera como tortuga y escarmentaba en la mía propia [...]

Capítulo VIII.-Cómo Lázaro pleiteó contra su mujer.

...Si he de decir lo que siento, la vida picaresca es vida, que las otras no merecen este nombre; si los ricos la gustasen, dejarían por ella sus haciendas, como hacían los antiguos filósofos, que por alcanzarla dejaban lo que poseían; digo por alcanzarla, porque la vida filósofa y picaral es una mesma; solo se diferencia en que los filósofos dejaban lo que poseían por su amor, y los picaros, sin dejar nada, la hallan. Aquellos despreciaban sus haciendas, para contemplar con menos impedimento en las cosas naturales, divinas y movimientos celestes: éstos para correr a rienda suelta por el campo de sus apetitos; ellos las echaban en la mar; y éstos en sus estómagos; los unos las menospreciaban como caducas y perecederas; los otros no las estimaban, por traer consigo cuidado y trabajo, cosa que desdice de su profesión, de manera que la vida picaresca es más descansada que la de los reyes, emperadores y papas. Por ella quise caminar como por camino libre, menos peligroso y nada triste.

[Puedes completar este elogio de la vida picaresca con el que aparece en La ilustre fregona de Cervantes pinchando aquí]

Capítulo X.- De lo que le sucedió a Lázaro con una vieja alcahueta.

Desmayado y muerto de hambre me fui poco a poco la calle adelante, y pasando por la plaza de la Cebada encontré una vieja rezadora con más colmillos que a mí diciendo, que si quería llevarle un cofre a casa de una amiga suya que estaba cerca de allí, me daría cuatro cuartos. Cuando lo oí di gracias a Dios que de una boca tan hedionda como la suya salía una tan dulce palabra como era que me daría cuatro cuartos: díjele que sí, de muy buena gana, aunque más buena era la de empeñar aquellos cuatro cuartos, que no de llevar carga, pues más estaba para ser llevado que para llevar. Cargué el cofre con gran dificultad, porque era grande y pesado: díjome la buena vieja lo llevase, con tiento, porque había dentro unas redomas de aguas que las estimaba en mucho. Respondila no tuviese miedo, que yo iría poco a poco; porque aunque quisiera no pudiera hacer otra cosa, por estar tan hambriento que apenas podía menearme. Llegamos a la casa donde llevábamos el arcón: recibiéronle con grande alegría, particularmente una doncellita cariampollar y repolluda (que tales sean las musarañas de mi cama, después de bien harto), la cual con rostro alegre dijo quería guardar el cofre en su retrete. Llevelo a él; la vieja le dio la llave diciéndole lo guardase hasta que volviese de Segovia, adonde iba a visitar una parienta suya, y de donde pensaba volver dentro de cuatro días. Abrazola despidiéndose de ella: díjole dos palabras al oído, de que quedó tan colorada la doncella, que parecía una rosa; y aunque me pareció bien, mejor me hubiera parecido si estuviera harto. Despidiose de todos los de aquella casa, pidiendo perdón al padre y a la madre del atrevimiento: ellos le ofrecieron su casa para servirse de ella: diome cuatro cuartos, diciéndome a la oreja, que a la mañana siguiente volviese a su casa y me haría ganar otros tantos. Fuime más alegre que una pascua, y que día de San Juan: cené con los tres, guardando uno para pagar la cama. Consideraba la virtud del dinero, que al punto que aquella vieja me dio aquellos pocos cuartos, me hallé más ligero que el viento, más esforzado que Roldán y más fuerte que Hércules. ¡Oh dinero que no sin razón la mayor parte de los hombres te tienen por Dios! Tú eres la causa de todos los bienes, y el que acarrea todos los males. Tú eres el inventor de todas las artes, y el que las conservas en su perfección: por ti las ciencias son estimadas y las opiniones defendidas, las ciudades fortalecidas, y sus fuertes torres allanadas, los reinos restablecidos y al mismo tiempo perdidos. Tú conservas la virtud, y tú mismo la pierdes: por ti las doncellas castas se conservan, y las que lo son dejan de serlo: finalmente no hay dificultad en el mundo que para ti lo sea, ni lo más escondido que no penetres; cuesta que no allane, ni collado humilde que no ensalces.
Venida la mañana fui a casa de la vieja, como me lo había mandado: díjome volviese con ella a traer el cofre que había llevado el día antes. Dijo a los señores de la casa que volvía por él, porque en el camino de Segovia, a media legua de Madrid, había encontrado a su parienta que venía con la misma intención que ella, de verla; y que lo había de menester luego, a causa de la ropa limpia que en él había, para aposentarla. La niña de la rollona la volvió la llave besándola, y abrazándola con más ahínco que la primera vez; y volviéndose a hablar al oído, me ayudaron a cargar mi cofre, que me pareció más ligero que el día antes por que mi vientre estaba más lleno. Bajando por la escalera encontré con un estorbo, que el diablo sin duda había puesto allí: tropecé, y rodando con él bajé hasta el recibimiento donde estaban los padres de la inocente niña. Rompime las narices y las costillas. Con los golpes que el diablo del arca dio, se abrió y apareció dentro un galán mancebo, con su espada y daga. Estaba vestido de camino; no tenía herreruelo; las calzas y ropilla eran de raso verde, con plumaje del mismo color; ligas encarnadas con medias de nácar; zapato blanco y alpargatado. Púsose en pie con buen donaire, y haciendo una grande cortesía y reverencia, se salió por la puerta afuera. Quedaron atónitos de la repentina visión, y mirándose el uno al otro parecían matachines. Habiendo vuelto de su éstasis, llamaron a gran prisa a dos hijos que tenían, y contándoles el caso con grande alboroto tomaron sus espadas diciendo: muera, muera, salieron a buscar al pisaverde; mas como iba de prisa no le pudieron alcanzar. Los padres que quedaron en casa cerraron la puerta y acudieron a vengarse de la alcahueta, mas esta que había oído el ruido y sabido la causa, se salió por una puerta falsa siguiéndola siempre la novia. Halláronse burlados y atajados, y bajaron a dar en mí, que estaba derrengado sin poderme mover, que si no fuera por esto hubiera seguido las pisadas del que me causó tanto mal. Llegaron los hermanos sudando y jadeando, jurando y votando que pues no habían alcanzado al infame habían de matar a su hermana y a la tercera; mas cuando les dijeron que se habían ido por la puerta trasera, allí fue el blasfemar, jurar y renegar. El uno decía: ¡que no encontrara yo ahora aquí al mismo diablo con su caterva infernal para hacer en ellos tanto estrago como si fueran moscas! venid, venid, diablos; ¿mas para qué os llamo? pues cierto que adonde estáis teméis mi cólera y no osaréis poneros delante. ¡Si yo hubiera visto aquel cobarde, con solo soplar, lo hubiera aventado adonde jamás se hubieran oído nuevas de él! El otro proseguía: ¡si lo hubiera alcanzado, el mayor pedazo que de él quedara había de ser la oreja! mas si está en el mundo, y aunque no lo esté, no se escapará de mis manos, porque yo lo buscaré aunque se esconda en las entrañas de la tierra. Estas fanfarronadas y fieros decían, y el pobre Lázaro aguardaba que todos aquellos nublados descargarían sobre él. Más miedo tenía de los muchachos, que había diez o doce, que de aquellos valentones. Chicos y grandes de tropel arremetieron a mí: los unos me daban de coces, los otros de puñadas; éstos me tiraban de los cabellos, y aquéllos me abofeteaban. No salió en vano mi temor, que las muchachas me metían las abujas de a blanca, que me hacían poner el grito en el cielo: las esclavas me pellizcaban haciéndome ver las estrellas: los unos decían, matémosle; los otros, mejor será echarlo en la letrina. El martilleo era tan grande que parecía majaban granzas, o mazos de batan, que no cesaban. Viéndome sin aliento, cesaron de herirme, mas no de amenazarme. El padre como más maduro, o como más podrido, dijo me dejasen, y que si yo decía la verdad de quien era el robador de su honra, no me harían más mal. No les podía satisfacer su deseo, porque ni sabía quien era, ni lo había visto en mi vida hasta que salió del atahud; pero como no les decía nada tornaron de nuevo. Allí era el gemir, allí el llorar mi desdicha, allí el suspirar y renegar de mi corta fortuna, pues siempre hallaba nuevas invenciones para perseguirme. Díjeles como pude, me dejasen, que yo les contaría lo que había en aquel caso: hiciéronlo, y yo les dije al pie de la letra lo que pasaba; pero no daban crédito a la verdad. Viendo que la tempestad no cesaba, determiné engañarlos, si podía, y así les prometí de enseñarles el malhechor. Cesaron de martillear sobre mí, ofreciéndome maravillas: preguntáronme cómo se llamaba y en dónde vivía: respondiles que no sabía el nombre, ni menos el de su calle; pero que si ellos me querían llevar, porque ir por mis pies era imposible, según me habían maltratado, les enseñaría su casa. Holgáronse de ello; diéronme un poco de vino, con que torné algún tanto en mí, y bien armados me tomaron entre dos, de los sobacos, como a dama francesa, y me llevaron por Madrid. Los que me veían decían: a ese hombre lo llevan a la cárcel, otros, al hospital, y ninguno daba en el blanco. Iba confuso y atónito sin saber que hacer ni decir, porque si quería llamar ayuda, habían de dar queja de mí a la justicia, que la temía más que a la muerte: huir era imposible, no sólo por el quebrantamiento pasado, pero por ir en medio del padre, hijos y parientes, que para el caso se habían juntado ocho o nueve, y iban todos como unos San Jorges. Cruzamos calles, pasamos callejas, sin saber adónde estaba, ni adónde los llevaba. Llegamos a la Puerta del Sol, y por una calle que a ella sale, vi venir un galancete, pisando de punta, la capa por debajo del brazo, con un pedazo de guante en una mano, y en la otra un clavel, braceando, que parecía primo hermano del Duque del Infantado: hacía mil ademanes y contorsiones. Al punto le conocí, que era mi amo el escudero, que me había hurtado el vestido en Murcia: y sin duda que algún santo me lo deparó allí (porque yo no había dejado ninguno en las letanías que no hubiese llamado). Como vi la ocasión que me mostraba su calva, asila del copete, y con una piedra quise matar dos pájaros, vengándome de aquel fanfarrón, y librándome de aquellos sayones. Así les dije, señores, alerta, que el galán robador de vuestra honra viene aquí, que ha mudado de vestido. Ellos ciegos de cólera, sin hacer más discurso me preguntaron quién era: señaléselo: arremetieron a él y asiéndole de los cabezones lo echaron en el suelo, dándole mil coces, puntapiés y mojicones. Uno de los mozalvillos, hermano de la doncella, le quiso meter la espada por el pecho; mas su padre lo estorbó y apellidando a la justicia lo maniataron. Como vi el juego revuelto y que todos estaban ocupados, tomé las de villadiego, y lo mejor que pude me escondí. Mi buen escudero me había conocido, y pensando que eran algunos deudos míos que le pedían mi vestido, decía: déjenme, déjenme, que yo pagaré dos vestidos; mas ellos le tapaban la boca a puñadas. Ensangrentado, descalabrado y molido le llevaron a la cárcel, y yo me salí de Madrid, renegando del oficio y aun del primero que lo había inventado.

Si quieres leer la obra completa, aquí tienes el enlace. El Lazarillo de Luna está a partir de la página 81

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