06.- NOVELA CORTA
3.1.- Esperpento quevedesco:
Novela 3ª: "El castigo en la miseria"
A servir a un grande de esta corte
vino de un lugar de Navarra un hijodalgo, tan alto de pensamientos
como humilde de bienes de fortuna, pues no le concedió esta
madrastra de los nacidos más riqueza que una pobre cama, en
la cual se recogía a dormir y se sentaba a comer: este mozo,
a quien llamaremos don Marcos, tenía
un padre viejo, y tanto, que sus años le servían de
renta para sustentarse, pues con ellos enternecía los más
empedernidos corazones. Era don Marcos cuando vino a este honroso
entretenimiento de doce años,
habiendo casi los mismos que perdió a su madre de un repentino
dolor de costado, y mereció en casa de este príncipe
la plaza de paje, y con ella los usados
atributos, picardía, porquería,
sarna y miseria; y aunque don Marcos se graduó en todas,
en esta última echó el resto, condenándose él
mismo de su voluntad a la mayor lacería que pudo padecer un
padre del yermo, gastando los diez y ocho cuartos que le daban con
tanta moderación, que si podía, aunque fuese a costa
de su estómago y de la comida de sus compañeros, procuraba
que no disminuyesen, o ya que algo gastase, no de suerte que se viese
mucho su falta.
Era don Marcos de mediana estatura, y con la sutileza de la comida
se vino a transformar de hombre en espárrago.
Cuando sacaba de mal año su vientre era el día que le
tocaba servir la mesa de su amo, porque quitaba de trabajo a los mozos
de plata, llevándoles lo que caía en sus manos más
limpio que ellos lo habían puesto en la mesa, proveyendo sus
faltriqueras de todo aquello que sin peligro se podía guardar
para otro día.
Con esta miseria pasó la niñez,
acompañando a su dueño en muchas ocasiones dentro y
fuera de España, donde tuvo principales cargos. Vino a merecer
don Marcos pasar de paje a gentilhombre,
haciendo en esto su amo con él lo que no hizo el cielo. Trocó,
pues, los diez y ocho cuartos por cinco reales y tantos maravedís;
pero ni mudó de vida ni alargó la ración a su
cuerpo, antes como tenía más obligaciones,
iba dando más nudos a su bolsa. Jamás se encendió
en su casa luz, y si alguna vez se hacía esta fiesta, era el
que le concedía su diligencia y el descuido del repostero,
algún cabo de vela, el cual iba gastando con tanta cordura,
que desde la calle se iba desnudando, y en llegando a casa, dejaba
caer los vestidos, y al punto le daba la muerte. Cuando se levantaba
por la mañana tomaba un jarro que tenía sin asa, y se
salía a la puerta de la calle, esperando los aguadores, y al
primero que vía, le pedía remediase su necesidad, y
esto le duraba dos o tres días, porque lo gastaba con mucha
estrecheza. Luego se llegaba donde jugaban los muchachos, y por un
cuarto llevaba uno que le hacía la cama y barría el
aposento; y si tenía criado, se concertaba con él, que
no le había de dar ración más de dos cuartos,
y un pedazo de estera en que dormir. Y cuando estas cosas le faltaban
llevaba un pícaro de cocina que lo hacía
todo, y le vertiese una extraordinaria vasija en que hacía
las inexcusables necesidades; era del modo de un arcaduz de noria,
porque había sido en un tiempo jarro de miel, que hasta en
verter sus excrementos guardó la regla de la observancia. Su
comida era un panecillo de un cuarto, media libra de vaca,
un cuarto de zarandajas, y otro que daba al cocinero porque tuviese
cuidado de guisarlo limpiamente; y esto no era cada día,
sino solo los feriados, que lo ordinario era un cuarto de pan
y otro de queso. Entraba en el estrado donde comían sus compañeros,
y llegaba el primero, y decía:
-Buena debe estar la olla, que da un olor que consuela, en verdad
que la he de probar.
Y diciendo y haciendo, sacaba una presa; y de esta suerte daba una
vuelta de uno en uno a todos los platos, que hubo día en que
viéndole venir, el que podía se comía de un bocado
lo que tenía delante, y el que no, ponía la mano sobre
su plato [...]
Vino, en su vida lo compró, aunque
lo bebía algunas veces en esta forma: poníase a la puerta
de la calle, y como iban pasando las mozas y muchachos con el vino,
les pedía en cortesía se lo dejasen probar, obligándoles
lo mismo a hacerlo. Si la moza o muchacho eran agradables, les pedía
licencia para otro traguillo [...]
[Puedes comparar
a este miserable don Marcos con el Dómine Cabra del Buscón
de Quevedo, obra picaresca, pinchando
aquí]