Literatura Española del Siglo XVII

07.- GRACIÁN

2.- El criticón

2.2.4.- Alegoría de la Sabiduría, "Sofisbella"

Veronés: La Sabiduría y el Vicio (h. 1580)

II, Crisi 4ª: "El museo del Discreto"

Solicitaba un entendido por todo un ciudadano emporio, y aun dicen Corte, una casa que fuese de personas; mas en vano, porque aunque entró en muchas curioso, de todas salió desagradado, por hallarlas cuanto más llenas de ricas alhajas tanto más vacías de las preciosas virtudes. Guióle ya su dicha a entrar en una, y aun única; y al punto, volviéndose a sus discretos, les dijo;
—Ya estamos entre personas: esta casa huele a hombres.
—¿En qué lo conoces? —le preguntaron.
Y él:
—¿No veis aquellos vestigios de discreción?
Y mostróles algunos libros que estaban a mano:
—Éstas —ponderaba— son las preciosas alhajas de los entendidos. ¿Qué jardín del Abril, qué Aranjuez del Mayo como una librería selecta? ¿Qué convite más delicioso para el gusto de un discreto como un culto museo donde se recrea el entendimiento, se enriquece la memoria, se alimenta la voluntad, se dilata el corazón y el espíritu se satisface? No hay lisonja, no hay fullería para un ingenio, como un libro nuevo cada día. Las pirámides de Egipto ya acabaron, las torres de Babilonia cayeron, el romano coliseo pereció, los palacios dorados de Nerón caducaron, todos los milagros del mundo desaparecieron, y solos permanecen los inmortales escritos de los sabios que entonces florecieron y los insignes varones que celebraron. ¡Oh! gran gusto el leer, empleo de personas que si no las halla, las hace. Poco vale la riqueza sin la sabiduría, y de ordinario andan reñidas; los que más tienen menos saben, y los que más saben menos tienen, que siempre conduce la ignorancia borregos con vellocino de oro.
Esto les estaba ponderando, ya para consuelo, ya para enseñanza, a los dos presos en la cárcel del interés, en el brete de su codicia, un hombre, y aun más, pues en vez de brazos, batía alas, tan volantes que se remontaba a las estrellas y en un instante se hallaba donde quería. Fue cosa notable que cuando a otros, en llegando, les amarraban fuertemente, sin dejarles libertad ni para dar un paso, cargándoles de grillos y de cadenas, a éste al punto que llegó le jubilaron de una que al pie arrastraba y le apesgaba de modo que no le permitía echar un vuelo. Admirado Andrenio, le dijo:
—Hombre o prodigio, ¿quién eres?
Y él prontamente:
Ayer nada, hoy poco más, y mañana menos.
—¿Cómo menos?
—Sí, que a veces más valiera no haber sido.
—¿De dónde vienes?
—De la nada.
—¿Y dónde vas?
—Al todo.
—¿Cómo vienes tan solo?
—Aun la mitad me sobra.
—Ahora digo que eres sabio.
—Sabio, no; deseoso de saber, sí.
—¿Pues con qué ocasión viniste acá?
—Vino a tomar el vuelo, que pudiendo levantarme a las más altas regiones en alas de mi ingenio, la envidiosa pobreza me tenía apesgado.
—Según eso, ¿no piensas en quedarte aquí?
—De ningún modo, que no se permuta bien un adarme de libertad por todo el oro del mundo; antes, en tomando lo preciso de lo precioso, volaré.
—¿Y podrás?
—Siempre que quiera.
—¿Podríasnos librar a nosotros?
—Todo es que queráis.
—¡Pues no habíamos de querer!
—No sé, que es tal el encanto de los mortales, que están con gusto en sus cárceles y muy hallados cuando más perdidos. Ésta, con ser un encanto, es la que más aprisionados les tiene, porque más apasionados.
—¿Cómo es eso de encanto? —dijo Andrenio—. Pues ¿no es éste que vemos tesoro verdadero?
—De ningún modo, sino fantástico.
—Éste que reluce, ¿no es oro?
—Dígole lodo.
—¿Y tanta riqueza?
Vileza.
—¿Éstos no son montones de reales?
—No hay una realidad en todos ellos.
—Pues estos que tocamos ¿no son doblones?
—Sí, en lo doblado.
—¿Y tanto aparador?
—No es sino parador, pues al cabo para en nada. Y porque os desengañéis que todo esto es apariencia, advertid que en boqueando cualquiere, el más rico, el más poderoso, en nombrando «¡Cielo!», en diciendo «¡Dios, valme!», al mismo punto desaparece todo y se convierte en carbones y aun cenizas.
Así fue, que en diciendo uno «¡Jesús!», dando la última boqueada, se desvaneció toda su pompa, como si fuera sueño, tanto, que despertando los varones de las riquezas y mirándose a las manos, las hallaron vacias: todo paró en sombra y en asombro. Y fue un espectáculo bien horrible ver que los que antes eran estimados por reyes, ahora fueron reídos; los monarcas arrastrando púrpuras, las reinas y las damas rozando galas, los señores recamados, todos se quedaron en blanco, y no por haber dado en él; no ya ocupaban tronos de marfil, sino tumbas de luto; de sus joyas sólo quedó el eco en hoyas y sepulcros, las sedas y damascos fueron ascos, las piedras finas se trocaron en losas frías, las sartas de perlas en lágrimas, los cabellos tan rizados ya erizados, los olores hedores, los perfumes humos. Todo aquel encanto paró en canto y en responso, y los ecos de la vida en huecos de la muerte, las alegrías fueron pésames, porque no les pesa más la herencia a los que quedan; y toda aquella máquina de viento, en un cerrar y abrir de ojos se resolvió en nada.
Quedaron nuestros dos peregrinos más vivos cuando más muertos, pues desengañados. Preguntáronle a su remediador alado dónde estaban, y él les dijo que muy hallados, pues en sí mismos. Propúsoles si le querían seguir al palacio de la discreta Sofisbella, donde él iba y donde hallarían la perfecta libertad. Ellos, que no deseaban otro, le rogaron que pues había sido su libertador, les fuese guía. Preguntáronle si conocía aquella sabia reina.
—Luego que me vi con alas —respondió—, y vamos caminando, determiné ser suyo. Son pocos los que la buscaban y menos los que la hallaban. Discurrí por todas las más celebres Universidades sin poder descubrirla, que aunque muchos son sabios en latín, suelen ser grandes necios en romance.
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No pudieron detenerse más, porque la Edad les daba priesa, y así hubieron de dejar esta primera estancia de un tan culto Parnaso, si en lo fragante paraíso. Llamóles el Tiempo a un otro salón más dilatado, pues no se le veía fin. Introdújoles en él la Memoria, y aquí hallaron otra bien extremada ninfa, que tenía la metad del rostro arrugado, muy de vieja, y la otra metad fresco, muy de joven. Estaba mirando a dos haces, a lo presente y a lo pasado, que lo porvenir remitíalo a la providencia. En viéndola, dijo Critilo:
—Ésta es la gustosa Historia.
Mas el varón alado:
—No es sino la maestra de la vida, la vida de la fama, la fama de la verdad y la verdad de los hechos.
Estaba rodeada de varones y mujeres, señalados unos por insignes y otros por ruines, grandes y pequeños valerosos y cobardes, políticos y temerarios, sabios y ignorantes, héroes y viles, gigantes y enanos, sin olvidar ningún extremo. Tenía en la mano algunas plumas, no muchas, pero tan prodigiosas, que con una sola que entregó a uno le hizo volar y remontarse hasta los dos coluros; no sólo daba vida con el licor que destilaban, sino que eternizaba, no dejando envejecer jamás los famosos hechos. Íbalas repartiendo con notable atención, porque a ninguno daba la que él quería, y esto a petición de la Verdad y de la Entereza. Y así, notaron que llegó un gran personaje, ofreciendo por una gran suma de dinero, y no sólo no se la concedió, sino que le cargó la mano, diciéndole que estos libros para ser buenos han de ser libres, ni se vuela a la eternidad en plumas alquiladas. Replicaron otros se la diese, que antes sería para más ignominia suya.
—Eso, no —respondió la eterna Historia—, no conviene, porque aunque agora sería reída, de aquí a cien años será creída.
Con esta misma atención a ninguno daba pluma que no fuese después de cincuenta años de muerto, y a todo muerto pluma viva; con lo cual ni Tiberio el astuto, ni Nerón el inhumano pudieron escaparse de lo Cornelio de Tácito.
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Pero enfadados de tan desabrida materialidad, los sacó de allí el Juicio para meterlos en sí. Veneraron ya una semideidad en lo grave y lo sereno, que en la más profunda estancia y más compuesta estaba entresacando las saludables hojas de algunas plantas, para conficionar medicinas y distilar quintas esencias con que curar el ánimo y en que conocieron luego era la Moral Filosofía. Cortejáronla de propósito, y ella les dio asiento entre sus venerables sujetos. Sacó en primer lugar unas hojas, que parecían del díctamo, gran contra veneno, y mostró estimarlas mucho, si bien a algunos les parecieron algo secas y aun frías, de más provecho que de gusto; pero de verdad muy eficaces. Y aseguró haberlas cogido por su mano de los huertos de Séneca. En un plato, que pudo ser fuente de doctrina, puso otras, diciendo:
—Éstas, aunque más desabridas, son divinas.
Allí vieron el ruibarbaro de Epicteto y otras purgativas de todo exceso de humor para aliviar el ánimo. Para apetito y regalo, hizo una ensalada de los diálogos de Luciano, tan sabrosa, que a los más descomidos les abrió el gusto no sólo de comer, pero de rumiar los grandes preceptos de la prudencia. Después déstos, echó mano de unas hojas muy comunes, mas ella las comenzó a celebrar con exageraciones; estaban admirados los circunstantes, cuando las habían tenido más por pasto de bestias que de personas.
—No tenéis razón —dijo, que en estas fábulas de Esopo hablan las bestias para que entiendan los hombres.
Y haciendo una guirnalda, se coronó con ellas. Para sacar una quinta esencia general recogió todas las de Alciato, sin desechar una, y aunque las vio imitadas en algunos, pero eran contrahechas y sin la eficaz virtud de la moralidad ingeniosa. De los Morales de Plutarco se valía para comunes remedios. Echaban gran fragancia todo género de apotegmas y sentencias; pero, no haciéndose mucho caso de sus recopiladores, mandó fuesen algunos de ellos premiados con estimación por haberles ayudado mucho y aún, como Lucinas, haberles dado forma de una aguda donosidad. Topó unas grandes hojazas, muy extendidas, no de mucha eficacia, y así dijo:
—Éstas del Petrarca, Justo Lipsio y otros, si tuvieran tanto de intensión como tienen de cantidad, no hubiera precio bastante para ellas.
Acertó a sacar unas de tal calidad, que al mismo punto los circunstantes las apetecieron, y unos las mascaban, otros las molían y estaban todo el día sin parar aplicando el polvo a las narices.
—Basta —dijo— que estas hojas de Quevedo son como las del tabaco, de más vicio que provecho, más para reír que aprovechar.
De la Celestina y otros tales, aunque ingeniosos, comparó sus hojas a las del perejil, para poder pasar sin asco la carnal grosería.
—Estas otras, aunque vulgares, son picantes, y tal señor hay que gasta su renta en ellas. Éstas de Barclayo y otros son como las de la mostaza, que aunque irritan las narices, dan gusto con su picante.
Al contrario, otras muy dulces, así en el estilo como en los sentimientos, las remitió más para paladear niños y mujeres que para pasto de hombres. Las empresas del Jovio puso entre las olorosas y fragantes, que con su buen olor recrean el celebro. Ostentó mucho unas hojas, aunque mal aliñadas, y tan feas que les causaron horror, mas la prudente ninfa dijo:
No se ha de atender al estilo del infante Don Manuel, sino a la extremada moralidad y al artificio con que enseña.