I, Crisi duodécima: "Los encantos de
Falsirena"
—¡Oh primo mío
sin segundo! ¡Oh señor Andrenio! Seáis tan bien
venido como deseado. Mas ¿cómo? —decía,
mudando a cada palabra su afecto, ensartando perlas hilo a hilo
y mentiras en cadena—, ¿cómo os lo ha permitido
el corazón, que estando aquí esta casa tan vuestra,
os hayáis desterrado a una posada? Siquiera por las obligaciones
de parentesco, cuando no por la conveniencia del regalo. Viéndoos
estoy, y no lo creo: ¡qué retrato tan al vivo de vuestra
hermosa madre! A fe que no la desmentís en cosa; no me harto
de miraros. ¿De qué estáis tan encogido? Al
fin, como tan fresco cortesano.
—Señora —respondí—, yo os confieso
que estoy turbadamente admirado de oíros decir que seáis
mi prima cuando yo ignoro madre, desconociendo a quien tanto me
ha desconocido. Yo no sé que tenga pariente alguno, tan hijo
soy de la nada. Mirad bien no os hayáis equivocado
con algún otro más dichoso.
—Que no —dijo—, señor Andrenio, no por
cierto. Muy bien os conozco y sé quién sois, y cómo
nacisteis en una isla en medio de los mares. Muy bien sé
que vuestra madre, mi tía y señora… ¡Ah
qué linda era, y, aunque por eso tan poco venturosa! ¡Oh
qué gran mujer y qué discreta! Pero ¿qué
Dánae escapó de un engaño? ¿Qué
Elena de una fuga? ¿Qué Lucrecia de una violencia
y qué Europa de un robo? Viniendo, pues, Felisinda,
que éste es su dichoso nombre…
Aquí Andrenio se conmovió entrañablemente oyendo
nombrar por madre suya la repetida esposa de Critilo. Notólo
luego Falsirena y porfió en saber la causa.
—Porque he oído hartas veces ese nombre —dijo
Andrenio.
Y ella:
—Ahí veréis que no os miento en cuanto digo.
Estaba, pues, Felisinda casada en secreto con un tan discreto cuan
amante caballero que quedaba preso en Goa, si bien en su corazón
le traía, y a vos por prenda suya en sus entrañas.
Ejecutáronla los dolores del parto
en una isla, debiendo al cielo dobladas las providencias,
con que pudo salvar su crédito, no fiándolo ni de
sus mismas criadas, enemigas mayores de un secreto. Sola, pues,
aunque tan asistida de su valor y su honra, os echó a luz
cuando os arrojó de sus entrañas al suelo, más
blando que ellas; allí, mal envuelto entre unas martas, que
le servían a ella de galán abrigo, os
encomendó en la cuna de la hierba al piadoso cielo,
que no se hizo sordo, pues os proveyó de ama
en una fiera; que no fue la primera vez, ni será la
última, que substituyeron maternas ausencias. ¡Oh cómo
me lo contaba ella muchas veces, y con más lágrimas
que palabras me ponderaba su sentimiento! ¡Lo que se ha de
alegrar cuando os vea! Ahora os restituirá las caricias en
abrazos que allí os negó, violentada de su honor.
Estaba atónito Andrenio escuchando el suceso de su vida y
careando tan individuales circunstancias con las noticias que él
tenía; reventando en lágrimas de ternura, comenzó
a distilar el corazón en líquidos pedazos por los
ojos.
—Dejemos —dijo ella—, dejemos tristezas ya pasadas,
no vuelvan en llanto a moler el corazón. Subamos arriba,
veréis mi pobre y ya dichoso albergue. ¡Hola!, prevenid
dulces, que nunca faltan en esta casa.
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—Seáis muy bien llegado —dijo ella—, señor
Critilo, a esta vuestra casa, que sólo ignorarla os ha podido
excusar de no haberla honrado antes. Ya os habrá referido
mi primo las obligaciones recíprocas de nuestro parentesco,
y cómo su madre y vuestra esposa la hermosa Felisinda era
mi tía y mi señora, y mucho más amiga que parienta.
Harto sentí yo su falta, y aún la lloro.
Aquí, sobresaltado Critilo:
—Pues ¿cómo —dijo— es muerta?
—Que no, señor —respondió—, no tanto
mal; basta la ausencia. Sus padres sí murieron, y aun de
pena de ver que nunca quiso elegir esposo entre ciento que la competían.
Quedó a la sombra y tutela de aquel gran príncipe
que hoy asiste en Alemania embajador
del Católico; allá pasó con la marquesa, como
parienta y encomendada, donde sé que vive y muy contenta:
así Dios nos la vuelva, como espero. Quedé yo aquí
con mi madre, hermana suya, y aunque
solas, muy acomodadas de honra y hacienda; mas como no vienen solas
las desdichas, de cobardes, faltóme también mi madre,
sin duda del sentimiento de su ausencia. Asístenme los parientes
y a todo el mundo debo harto. Es la virtud mi empleo, procuro conservar
la honra heredada, que deben más unas personas que otras
a sus antepasados. Esta, señores, es mi casa; de hoy adelante
vuestra para toda la vida, y sea la de Néstor. Ahora quiero
que veáis lo mejor de mis galerías.
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[Falsirena y Andrenio desaparecen. Andrenio
y Critilo se separan momentáneamente]
[Egenio]—¿Sabes qué
he pensado? Que vamos a la casa donde se perdió, que entre
aquel estiércol habemos de hallar
esta joya perdida.
Fueron allá, entraron y buscaron.
—¡Eh!, que es tiempo perdido —decía [Critilo]—,
que ya yo le busqué por toda ella.
—Aguarda —dijo Egenio—, déjame aplicar
mi sexto sentido, que es único remedio contra este sexto
achaque. Advirtió que de un gran montón de suciedad
lasciva salía un humo muy espeso.
—Aquí —dijo— fuego hay.
Y apartando toda aquella inmundicia moral,
apareció una puerta de una horrible cueva. Abriéronla,
no sin dificultad, y divisaron dentro, a la confusa vislumbre de
un infernal fuego, muchos desalmados cuerpos tendidos por aquellos
suelos. Había mozos galanes
de tan corto seso cuan largo cabello; hombres
de letras, pero necios; hasta viejos
ricos. Tenían los ojos abiertos,
mas no veían. Otros los tenían vendados con
mal piadosos lienzos. En los más no se percibía otro
que algún suspiro: todos estaban dementados
y adormecidos, y tan desnudos,
que aun una sabanilla no les habían dejado siquiera para
mortaja. Yacía en medio Andrenio,
tan trocado, que el mismo Critilo su padre le desconocía.
Arrojóse sobre él llorando y voceándole, pero
nada oía; apretábale
la mano, mas no le hallaba ni pulso ni brío. Advirtió
entre tanto Egenio que aquella confusa luz
no era de antorcha, sino de una mano
que de la misma pared nacía, blanca y fresca, adornada de
hilos de perlas que costaron lágrimas a muchos, coronados
los dedos de diamantes muy finos, a precio de falsedades; ardían
los dedos como candelas, aunque no tanto daban luz cuanto
fuego que abrasaba las entrañas.
—¿Qué mano de ahorcado es ésta? —dijo
Critilo.
—No es sino del verdugo —respondió Egenio—,
pues ahoga y mata.
Removióla un poco y al mismo punto comenzaron a rebullir
ellos.
—Mientras ésta ardiere, no despertarán.
Probóse a apagarla alentando fuertemente, mas no pudo, que
éste es el fuego de alquitrán, que con viento de amorosos
suspiros y con agua de lágrimas más se aviva. El remedio
fue echar polvo y poner tierra en medio; con esto se extinguió
aquel fuego más que infernal y al punto despertaron los que
dormían valientemente, digo aquellos que por ser hijos de
Marte son hermanos de Cupido; los ancianos muy corridos [...]