Literatura Española del Siglo XVII

07.- GRACIÁN

2.- El criticón

2.2.1.- Vida de Critilo y Andrenio:

I, Crisi duodécima: "Los encantos de Falsirena"

—¡Oh primo mío sin segundo! ¡Oh señor Andrenio! Seáis tan bien venido como deseado. Mas ¿cómo? —decía, mudando a cada palabra su afecto, ensartando perlas hilo a hilo y mentiras en cadena—, ¿cómo os lo ha permitido el corazón, que estando aquí esta casa tan vuestra, os hayáis desterrado a una posada? Siquiera por las obligaciones de parentesco, cuando no por la conveniencia del regalo. Viéndoos estoy, y no lo creo: ¡qué retrato tan al vivo de vuestra hermosa madre! A fe que no la desmentís en cosa; no me harto de miraros. ¿De qué estáis tan encogido? Al fin, como tan fresco cortesano.
—Señora —respondí—, yo os confieso que estoy turbadamente admirado de oíros decir que seáis mi prima cuando yo ignoro madre, desconociendo a quien tanto me ha desconocido. Yo no sé que tenga pariente alguno, tan hijo soy de la nada. Mirad bien no os hayáis equivocado con algún otro más dichoso.
—Que no —dijo—, señor Andrenio, no por cierto. Muy bien os conozco y sé quién sois, y cómo nacisteis en una isla en medio de los mares. Muy bien sé que vuestra madre, mi tía y señora… ¡Ah qué linda era, y, aunque por eso tan poco venturosa! ¡Oh qué gran mujer y qué discreta! Pero ¿qué Dánae escapó de un engaño? ¿Qué Elena de una fuga? ¿Qué Lucrecia de una violencia y qué Europa de un robo? Viniendo, pues, Felisinda, que éste es su dichoso nombre…
Aquí Andrenio se conmovió entrañablemente oyendo nombrar por madre suya la repetida esposa de Critilo. Notólo luego Falsirena y porfió en saber la causa.
—Porque he oído hartas veces ese nombre —dijo Andrenio.
Y ella:
—Ahí veréis que no os miento en cuanto digo. Estaba, pues, Felisinda casada en secreto con un tan discreto cuan amante caballero que quedaba preso en Goa, si bien en su corazón le traía, y a vos por prenda suya en sus entrañas. Ejecutáronla los dolores del parto en una isla, debiendo al cielo dobladas las providencias, con que pudo salvar su crédito, no fiándolo ni de sus mismas criadas, enemigas mayores de un secreto. Sola, pues, aunque tan asistida de su valor y su honra, os echó a luz cuando os arrojó de sus entrañas al suelo, más blando que ellas; allí, mal envuelto entre unas martas, que le servían a ella de galán abrigo, os encomendó en la cuna de la hierba al piadoso cielo, que no se hizo sordo, pues os proveyó de ama en una fiera; que no fue la primera vez, ni será la última, que substituyeron maternas ausencias. ¡Oh cómo me lo contaba ella muchas veces, y con más lágrimas que palabras me ponderaba su sentimiento! ¡Lo que se ha de alegrar cuando os vea! Ahora os restituirá las caricias en abrazos que allí os negó, violentada de su honor. Estaba atónito Andrenio escuchando el suceso de su vida y careando tan individuales circunstancias con las noticias que él tenía; reventando en lágrimas de ternura, comenzó a distilar el corazón en líquidos pedazos por los ojos.
—Dejemos —dijo ella—, dejemos tristezas ya pasadas, no vuelvan en llanto a moler el corazón. Subamos arriba, veréis mi pobre y ya dichoso albergue. ¡Hola!, prevenid dulces, que nunca faltan en esta casa.
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—Seáis muy bien llegado —dijo ella—, señor Critilo, a esta vuestra casa, que sólo ignorarla os ha podido excusar de no haberla honrado antes. Ya os habrá referido mi primo las obligaciones recíprocas de nuestro parentesco, y cómo su madre y vuestra esposa la hermosa Felisinda era mi tía y mi señora, y mucho más amiga que parienta. Harto sentí yo su falta, y aún la lloro.
Aquí, sobresaltado Critilo:
—Pues ¿cómo —dijo— es muerta?
—Que no, señor —respondió—, no tanto mal; basta la ausencia. Sus padres sí murieron, y aun de pena de ver que nunca quiso elegir esposo entre ciento que la competían. Quedó a la sombra y tutela de aquel gran príncipe que hoy asiste en Alemania embajador del Católico; allá pasó con la marquesa, como parienta y encomendada, donde sé que vive y muy contenta: así Dios nos la vuelva, como espero. Quedé yo aquí con mi madre, hermana suya, y aunque solas, muy acomodadas de honra y hacienda; mas como no vienen solas las desdichas, de cobardes, faltóme también mi madre, sin duda del sentimiento de su ausencia. Asístenme los parientes y a todo el mundo debo harto. Es la virtud mi empleo, procuro conservar la honra heredada, que deben más unas personas que otras a sus antepasados. Esta, señores, es mi casa; de hoy adelante vuestra para toda la vida, y sea la de Néstor. Ahora quiero que veáis lo mejor de mis galerías.
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[Falsirena y Andrenio desaparecen. Andrenio y Critilo se separan momentáneamente]

[Egenio]—¿Sabes qué he pensado? Que vamos a la casa donde se perdió, que entre aquel estiércol habemos de hallar esta joya perdida.
Fueron allá, entraron y buscaron.
—¡Eh!, que es tiempo perdido —decía [Critilo]—, que ya yo le busqué por toda ella.
—Aguarda —dijo Egenio—, déjame aplicar mi sexto sentido, que es único remedio contra este sexto achaque. Advirtió que de un gran montón de suciedad lasciva salía un humo muy espeso.
—Aquí —dijo— fuego hay.
Y apartando toda aquella inmundicia moral, apareció una puerta de una horrible cueva. Abriéronla, no sin dificultad, y divisaron dentro, a la confusa vislumbre de un infernal fuego, muchos desalmados cuerpos tendidos por aquellos suelos. Había mozos galanes de tan corto seso cuan largo cabello; hombres de letras, pero necios; hasta viejos ricos. Tenían los ojos abiertos, mas no veían. Otros los tenían vendados con mal piadosos lienzos. En los más no se percibía otro que algún suspiro: todos estaban dementados y adormecidos, y tan desnudos, que aun una sabanilla no les habían dejado siquiera para mortaja. Yacía en medio Andrenio, tan trocado, que el mismo Critilo su padre le desconocía. Arrojóse sobre él llorando y voceándole, pero nada oía; apretábale la mano, mas no le hallaba ni pulso ni brío. Advirtió entre tanto Egenio que aquella confusa luz no era de antorcha, sino de una mano que de la misma pared nacía, blanca y fresca, adornada de hilos de perlas que costaron lágrimas a muchos, coronados los dedos de diamantes muy finos, a precio de falsedades; ardían los dedos como candelas, aunque no tanto daban luz cuanto fuego que abrasaba las entrañas.
—¿Qué mano de ahorcado es ésta? —dijo Critilo.
—No es sino del verdugo —respondió Egenio—, pues ahoga y mata.
Removióla un poco y al mismo punto comenzaron a rebullir ellos.
Mientras ésta ardiere, no despertarán. Probóse a apagarla alentando fuertemente, mas no pudo, que éste es el fuego de alquitrán, que con viento de amorosos suspiros y con agua de lágrimas más se aviva. El remedio fue echar polvo y poner tierra en medio; con esto se extinguió aquel fuego más que infernal y al punto despertaron los que dormían valientemente, digo aquellos que por ser hijos de Marte son hermanos de Cupido; los ancianos muy corridos [...]