El estudio de Concha Zardoya («Los
silencios de don Quijote de la Mancha», en Hispania, núm.
43, pp. 314-319) es hermoso e interesante. Solo te quiero destacar
aquí los silencios de Sancho Panza, mucho más emotivos
teniendo en cuenta que se trata de un gran hablador. En la primera
parte, D. Quijote intenta en vano poner coto a su verbalismo como
puedes leer abajo:
Capítulo 17: Donde se prosiguen los
innumerables trabajos que el bravo Don Quijote y su buen escudero
Sancho Panza pasaron en la venta, que por su mal pensó que
era castillo
[...] -Puédeslo creer así sin duda, respondió
Don Quijote, porque o yo sé poco, o este castillo es encantado,
porque has de saber... mas esto que ahora quiero decirte, hasme de
jurar que lo tendrás secreto hasta después de mi muerte.
-Sí juro, respondió Sancho.
-Dígolo, respondió Don Quijote, porque soy enemigo de
que se quite la honra a nadie.
-Digo que sí juro, tornó a decir Sancho, que lo callaré
hasta después de los días de vuestra merced, y plega
a Dios que lo pueda descubrir mañana.
-¿Tan malas obras te hago, Sancho, respondió Don Quijote,
que me querrías ver muerto con tanta brevedad?
-No es por eso, respondió Sancho, sino que soy enemigo de guardar
mucho las cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas.[...]
Capítulo 20: De la
jamás vista ni oída aventura que con más poco
peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la acabó
el valeroso D. Quijote de la Mancha
[...]-Tal podría correr el dado, dijo Don
Quijote, que todo lo que dices viniese a ser verdad, y perdona lo
pasado, pues eres discreto y sabes que los primeros movimientos no
son en manos del hombre, y está advertido de aquí en
adelante en una cosa, para que te abstengas y reportes en el hablar
demasiado conmigo, que en cuantos libros de caballerías he
leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún
escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo,
y en verdad que lo tengo a gran falta tuya y mía: tuya, en
que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más:
sí que Galadin, escudero de Amadís de Gaula, conde,
fue de la Insula firme, y se le dél que siempre hablaba a su
señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado
el cuerpo more turquesco. Pues ¿qué diremos de Gasabal,
escudero de don Galaor, que fue tan callado, que para declararnos
la excelencia de su maravilloso silencio, sólo una vez se nombra
su nombre en toda aquella tan grande como maravillosa historia? De
todo lo que he dicho has de inferir, Sancho, que es menester hacer
diferencia de amo a mozo, de señor a criado, y de caballero
a escudero; así que desde hoy en adelante nos hemos de tratar
con más respeto, sin darnos cordelejo, porque de cualquiera
manera que yo me enoje con vos ha de ser mal para el cántaro.
Las mercedes y beneficios que yo os he prometido llegarán a
su tiempo, y si no llegaren, el salario a lo menos no se ha de perder,
como ya os he dicho.
-Está bien cuanto vuestra merced dice, dijo Sancho; pero yo
querría saber (por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes,
y fuese necesario acudir al de los salarios) cuánto ganaba
un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaba
por meses o por días, como peones de albañil.
-No creo yo, respondió Don Quijote, que jamás los tales
escuderos estuvieron a salario, sino a merced; y si yo ahora te le
he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en
mi casa, fue por lo que podía suceder, que aún no sé
cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros de la
caballería, y no querría que por pocas cosas penase
mi ánima en el otro mundo; porque quiero que sepas, Sancho,
que en él no hay estado más peligroso que el de los
aventureros.
-Así es verdad, dijo Sancho, pues sólo el ruido de los
mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el corazón
de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced; mas
bien puede estar seguro que de aquí adelante no despliegue
mis labios para hacer donaire de las cosas de vuestra merced, si no
fuere para honrarle como a mi amo y señor natural.
Capítulo 21: Que trata de la alta
aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas
a nuestro invencible caballero
Yendo, pues, así caminando, dijo Sancho a
su amo:
–Señor, ¿quiere vuestra merced darme licencia
que departa un poco con él? Que, después que me puso
aquel áspero mandamiento del silencio, se me han podrido más
de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo
en el pico de la lengua no querría que se mal lograse.
–Dila –dijo don Quijote–, y sé breve en tus
razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo.
Capítulo 25: Que trata
de las extrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente
caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo a la penitencia
de Beltenebros
[...] Ibanse poco a poco entrando en lo más
áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por razonar
con su amo y deseaba que él comenzase la plática, por
no contravenir a lo que le tenía mandado; mas, no pudiendo
sufrir tanto silencio, le dijo:
-Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición
y me dé licencia; que desde aquí me quiero volver a
mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, con los cuales, por lo menos,
hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque querer
vuestra merced que vaya con él por estas soledades de día
y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme
en vida. Si ya quisiera la suerte que los animales hablaran, como
hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera
yo con mi jumento lo que me viniera en gana, y con esto pasara mi
mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia,
andar buscando aventuras toda la vida, y no hallar sino coces y manteamientos,
ladrillazos y puñadas, y, con todo esto, nos hemos de coser
la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón,
como si fuera mudo.
-Ya te entiendo, Sancho -respondió don Quijote-: tú
mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua.
Dale por alzado y di lo que quisieres, con condición que no
ha de durar este alzamiento más de en cuanto anduviéremos
por estas sierras.
-Sea ansí -dijo Sancho-; hable yo ahora, que después
Dios sabe lo que será; y comenzando a gozar de ese salvoconducto,
digo...
En la segunda parte, Sancho, desengañado de
sus sueños de gobernador de una ínsula, adopta el silencio
como manifestación de su dignidad y bonhomía y solo
conversa con su asno, aunque tenga la certeza de no estar en tiempos
de Esopo, "Guisopete"
Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno
de Sancho Panza
[...] -Levántenme -dijo con voz doliente el dolorido Sancho.
Ayudáronle a levantar, y puesto en pie, dijo:
-El enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le claven en la frente.
Yo no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar
a algún amigo, si es que le tengo, que me dé un trago
de vino, que me seco, y me enjugue este sudor, que me hago agua.
Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle
los paveses, sentóse sobre su lecho y desmayóse del
temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a los de la burla
de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí
Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo.
Preguntó qué hora era; respondiéronle que ya
amanecía. Calló, y sin decir otra
cosa, comenzó a vestirse, todo
sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en qué
había de parar la priesa con que se vestía. Vistióse,
en fin, y poco a poco, porque estaba molido y no podía ir mucho
a mucho, se fue a la caballeriza, siguiéndole todos los que
allí se hallaban, y llegándose al rucio, le abrazó
y le dio un beso de paz en la frente, y no sin lágrimas en
los ojos, le dijo:
-Venid vos acá, compañero mío y amigo mío,
y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía
con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban
los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro
corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años;
pero después que os dejé y me subí sobre las
torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado
por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos.
Y en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando
el asno, sin que nadie nada le dijese.
Grabado de Gustave Doré (1867)