Literatura Española del Siglo XVI

5.- Prosa del Segundo Renacimiento: La novela

5.2.- La novela pastoril, bizantina y morisca

5.2.1.1.- Los siete libros de la Diana (1558) de Jorge Montemayor

Libro primero
Bajaba de las montañas de León el olvidado Sireno, a quien Amor, la fortuna, el tiempo trataban de manera que del menor mal que en tan triste vida padecía, no se esperaba menos que perderla. Ya no lloraba el desventurado pastor el mal que la ausencia le prometía, ni los temores del olvido le importunaban, porque veía cumplidas las profecías de su recelo, tan en perjuicio suyo, que ya no tenía más infortunios con que amenazarle.
Pues llegando el pastor a los verdes y deleitosos prados, que el caudaloso río Ezla, con sus aguas va regando, le vino a la memoria el gran contentamiento de que en algún tiempo allí gozado había, siendo tan señor de su libertad, como entonces sujeto a quien sin causa lo tenía sepultado en las tinieblas de su olvido. Consideraba aquel dichoso tiempo que por aquellos prados y hermosa ribera apacentaba su ganado, poniendo los ojos en solo el interés que de traerle bien apacentado se le seguía; y las horas que le sobraban gastaba el pastor en solo gozar del suave olor de las doradas flores, al tiempo que la primavera, con las alegres nuevas del verano, se esparce por el universo, tomando a veces su rabel, que muy pulido en un zurrón siempre traía; otras veces una zampoña, al son de la cual componía los dulces versos con que de las pastoras de toda aquella comarca era loado. No se metía el pastor en la consideración de los malos o buenos sucesos de la fortuna, ni en la mudanza y variación de los tiempos, no le pasaba por el pensamiento la diligencia y codicias del ambicioso cortesano, ni la confianza y presunción de la dama celebrada por solo el voto y parecer de sus apasionados; tampoco le daba pena la hinchazón y descuido del orgulloso privado: en el campo se crió, en el campo apacentaba su ganado, y así no salían del campo sus pensamientos, hasta que el crudo amor tomó aquella posesión de su libertad, que él suele tomar de los que más libres se imaginan.
Venía, pues, el triste Sireno los ojos hechos fuentes, el rostro mudado, y el corazón tan hecho a sufrir desventuras, que si la fortuna le quisiera dar algún contento, fuera menester buscar otro corazón nuevo para recibirle. El vestido era de un sayal tan áspero como su ventura, un cayado en la mano, un zurrón del brazo izquierdo colgando.
Arrimose al pie de una haya, comenzó a tender sus ojos por la hermosa ribera hasta que llegó con ellos al lugar donde primero había visto la hermosura, gracia, honestidad de la pastora Diana, aquella en quien Naturaleza sumó todas las perfecciones que por muchas partes había repartido. Lo que su corazón sintió imagínelo aquel que en algún tiempo se halló metido entre memorias tristes. No pudo el desventurado pastor poner silencio a las lágrimas, ni excusar los suspiros que del alma le salían, y volviendo los ojos al cielo, comenzó a decir de esta manera:
-¡Ay memoria mía, enemiga de mi descanso!, ¿no os ocuparais mejor en hacerme olvidar disgustos presentes que en ponerme delante los ojos contentos pasados? ¿Qué decís memoria? Que en este prado vi a mi señora Diana, que en él comencé a sentir lo que no acabaré de llorar, que junto a aquella clara fuente, cercada de altos y verdes alisos, con muchas lágrimas algunas veces me juraba que no había cosa en la vida, ni voluntad de padres, ni persuasión de hermanos, ni importunidad de parientes que de su pensamiento la apartase; y que cuando esto decía salían por aquellos hermosos ojos unas lágrimas, como orientales perlas, que parecían testigo de lo que en el corazón le quedaba, mandándome, so pena de ser tenido por hombre de bajo entendimiento, que creyese lo que tantas veces me decía. Pues espera un poco, memoria, ya que me habéis puesto delante los fundamentos de mi desventura (que tales fueron, pues el bien que entonces pasé fue principio del mal que ahora padezco), no se os olviden, para templarme este descontento, de ponerme delante los ojos uno a uno los trabajos, los desasosiegos, los temores, los recelos, las sospechas, los celos, las desconfianzas, que aún en el mejor estado no dejan al que verdaderamente ama. ¡Ay memoria, memoria, destruidora de mi descanso! ¡Cuán cierto está responderme que el mayor trabajo, que en estas consideraciones se pasaba, era muy pequeño en comparación del contentamiento que a trueque de él recibía! Vos, memoria, tenéis mucha razón, y lo peor de ello es tenerla tan grande.
Y estando en esto, sacó del seno un papel donde tenía envueltos unos cordones de seda verde y cabellos (¡y qué cabellos!), y poniéndolos sobre la verde hierba, con muchas lágrimas sacó su rabel, no tan lozano como lo traía al tiempo que de Diana era favorecido, y comenzó a cantar lo siguiente:

«Cabellos, ¡cuánta mudanza
he visto después que os vi,
y cuán mal parece ahí
esa color de esperanza!
Bien pensaba yo, cabellos 5
(aunque con algún temor)
que no fuera otro pastor
digno de verse cabe ellos.
¡Ay cabellos, cuántos días
la mi Diana miraba, 10
si os traía, o si os dejaba,
y otras cien mil niñerías!
¡Y cuántas veces llorando,
ay lágrimas engañosas,
pedía celos, de cosas 15
de que yo estaba burlando!
Los ojos que me mataban,
decí, dorados cabellos,
¿qué culpa tuve en creerlos1,
pues ellos me aseguraban? 20
¿No visteis vos que algún día
mil lágrimas derramaba,
hasta que yo le juraba
que sus palabras creía?
¿Quién vio tanta hermosura 25
en tan mudable sujeto2,
y en amador tan perfecto,
quién vio tanta desventura?
¡Oh cabellos!, ¿no os corréis
por venir de a do viniste, 30
viéndome como me viste,
en verme como me veis?

Sobre el arena sentada
de aquel río, la vi yo,
do con el dedo escribió: 35
"Antes muerta que mudada".
¡Mira el amor lo que ordena,
que os viene a hacer creer
cosas dichas por mujer,
y escritas en el arena!» 40

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