Como la gente fue sosegada, Darioleta se levantó
y tomó a Elisena así desnuda como en su lecho estaba,
solamente la camisa y cubierta de un manto, y salieron ambas a la
huerta y la luna hacía muy clara. La doncella miró
a su señora y abriéndole el manto católe el
cuerpo y díjole riendo:
—Señora, en buena hora nació el caballero que
os esta noche habrá.
Y bien decía, que ésta era la más hermosa doncella
de rostro y de cuerpo que entonces se sabía. Elisena se sonrió
y dijo:
—Así lo podéis por mi decir, que nací
en buena ventura en ser llegada a tal caballero.
Así llegaron a la puerta de la cámara. Y comoquiera
que Elisena fuese a la cosa que en el mundo más amaba, tremíale
todo el cuerpo y la palabra, que no podía hablar, y como
en la puerta tocaron para abrir, el rey Perión, que así
con la gran congoja que en su corazón tenía, como
con la esperanza en que la doncella le puso no había podido
dormir, y aquella sazón ya cansado, y del sueño vencido
adormecióse y soñaba
que entraba en aquella cámara por una falsa puerta y no sabía
quién a él iba y le metía las manos por los
costados y sacándole el corazón
le echaba en un río, y él decía:
—¿Por qué hicisteis tal crudeza?.
—No es nada esto —decía él—, que
allá os queda otro corazón que yo os tomaré,
aunque no será por mi voluntad.
El rey, que gran cuita en sí tenía, despertó
despavorido y comenzóse a santiguar. A esta sazón
habían ya las doncellas la puerta abierto y entraban por
ella y como lo sintió temióse de traición por
lo que soñara, y levantando la cabeza vio por entre las cortinas
abierta la puerta, de lo que él nada no sabía, y con
la luna que por ella entraba vio el bulto de las doncellas. Así
que saltando de la cama do yacía tomó su espada y
escudo y fue contra aquella parte do visto les había. Y Darioleta,
cuando así lo vio, díjole:
—¿Qué es esto, señor?, tirad vuestras
armas que contra nos poca defensa nos tendrá.
El rey, que la conoció, miró y vio a Elisena su muy
amada y echando la espada y su escudo en tierra cubrióse
de un manto que ante la cama tenía con que algunas veces
se levantaba y fue a tomar a su señora entre los brazos y
ella le abrazó como aquél que más que a sí
amaba. Darioleta le dijo:
—Quedad, señora, con ese caballero que aunque vos como
doncella hasta aquí de muchos os defendisteis y él
asimismo de otras se defendió, no bastaron vuestras fuerzas
para os defender el uno del otro.
Y Darioleta miró por la espada
do el rey la había arrojado y tomóla
en señal de la jura y promesa que le había hecho en
razón de casamiento de su señora y salióse
a la huerta. El rey quedó solo con su amiga, que a la lumbre
de tres hachas que en la cámara ardían la miraba pareciéndole
que toda la hermosura del mundo en ella era junta, teniéndose
por muy bienaventurado en que Dios a tal estado le trajera; y así
abrazados se fueron a echar en el lecho, donde aquélla que
tanto tiempo con tanta hermosura y juventud, demandada de tantos
príncipes y grandes hombres se había defendido, quedando
con libertad de doncella, en poco más de un día, cuando
el su pensamiento más de aquello apartado y desviado estaba,
el cual amor rompiendo aquellas fuertes ataduras de su honesta y
santa vida, se la hizo perder, quedando de allí adelante
dueña. [Moralización] Por
donde se da a entender que así como las mujeres apartando
sus pensamientos de las mundanas cosas, despreciando la gran hermosura
de que la natura las dotó, la fresca juventud que en mucho
grado la acrecienta, los vicios y deleites que con las sobradas
riquezas de sus padres esperaban gozar, quieren por salvación
de sus ánimas ponerse en las casas pobres encerradas, ofreciendo
con toda obediencia sus libres voluntades a que sujetas de las ajenas
sean, viendo pasar su tiempo sin ninguna fama ni gloria del mundo,
como saben que sus hermanas y parientas lo gozan, así deben
con mucho cuidado atapar las orejas, cerrar los ojos excusándose
de ver parientes y vecinos, recogiéndose en las oraciones
santas, tomándolo por verdaderos deleites así como
lo son, porque con las hablas, con las vistas, su santo propósito
dañando, no sea así como lo fue el de esta hermosa
infanta Elisena, que en cabo de tanto tiempo que guardarse quiso,
en sólo un momento viendo la gran hermosura de aquel rey
Perión fue su propósito mudado de tal forma que si
no fuera por la discreción de aquella doncella suya, que
su honra con el matrimonio reparar quiso, en verdad ella de todo
punto era determinada de caer en la peor y más baja parte
de su deshonra, así como otras muchas que en este mundo contarse
podrían, que por no se guardar de lo ya dicho lo hicieron
y adelante harán, no lo mirando. Pues así estando
los dos amantes en su solaz, Elisena preguntó al rey Perión
si su partida sería breve, y él le dijo:
—¿Por qué, mi buena señora, lo preguntáis?.
—Porque esta buena ventura —dijo ella— que en
tanto gozo y descanso a mis mortales deseos ha puesto, ya me amenaza
con la gran tristura y congoja que vuestra ausencia me pondrá
a ser por ella más cerca de la muerte que no de la vida.
Oídas por él estas razones, dijo:
—No tengáis temor de eso, que aunque este mi cuerpo
de vuestra presencia sea partido, el mi corazón junto con
el vuestro quedará, que a entrambos dará su esfuerzo,
a vos para sufrir y a mí para cedo me tornar, que yendo sin
él, no hay otra fuerza tan dura que detenerme pueda.
Darioleta, que vio ser razón ir de allí, entró
en la cámara y dijo:
—Señora, sé que otra vez os plugo conmigo ir
más que no ahora, mas conviene que os levantéis y
vamos, que ya tiempo es.
Elisena se levantó y el rey le dijo:
—Yo me detendré aquí más que no pensáis,
y esto será por vos y ruégoos que no se os olvide
este lugar.
Ellas se fueron a sus camas y él quedó en su cama
muy pagado de su amiga, empero espantado del sueño que ya
oísteis; y por él había más cuita de
ir a su tierra donde había a la sazón muchos sabios,
que semejantes cosas sabían soltar y declarar, y aún
él mismo sabía algo, que cuando más mozo aprendiera.
En este vicio y placer estuvo allí el rey Perión diez
días, holgando todas las noches con aquélla su muy
amada amiga, en cabo de los cuales acordó, forzando su voluntad
y las lágrimas de su señora, que no fueron pocas,
de se partir. Así despedido del rey Garinter y de la reina,
armado de todas armas, cuando quiso su espada ceñir no la
halló y no osó preguntar por ella, comoquiera que
mucho le dolía, porque era muy buena y hermosa; esto hacía
porque sus amores con Elisena descubiertos no fuesen y por no dar
enojo al rey Garinter, y mandó a su escudero que otra espada
le buscase, y así armado, excepto las manos y la cabeza,
encima de su caballo, no con otra compañía sino de
su escudero, se puso en el camino derecho de su reino. Pero antes
habló con él Darioleta, diciéndole la gran
cuita y soledad en que a su amiga dejaba, y él le dijo:
—Ay mi amiga, yo os la encomiendo como a mi propio corazón.
Y sacando de su dedo un muy hermoso anillo
de dos que traía, tal el uno como el otro, se lo dio
que le llevase y trajese por su amor. Así que Elisena quedó
con mucha soledad, y con grande dolor de su amigo, tanto que si
no fuera por aquella doncella que la esforzaba mucho a gran pena
se pudiera sufrir; mas habiendo sus hablas con ella, algún
descanso sentía. Pues así fueron pasando su tiempo
hasta que preñada se sintió,
perdiendo el comer y el dormir, y la su muy hermosa color. Allí
fueron las cuitas y los dolores en mayor grado, y no sin causa,
porque en aquella sazón era por ley establecido que cualquiera
mujer, por de estado grande y señorío que fuese, si
en adulterio se hallaba, no se podía en ninguna guisa excusar
la muerte. Y esta tan cruel costumbre y pésima duró
hasta la venida del muy virtuoso rey Artur,
que fue el mejor rey de los que allí reinaron, y la revocó
al tiempo que mató en batalla, ante las puertas de París,
a Floyán. Pero muchos reyes reinaron entre él y el
rey Lisuarte, que esta ley sostuvieron. Pues pensar de lo hacer
saber a su amigo no podía ser, porque él tan mancebo
fuese, y tan orgulloso de corazón y nunca tomaba holganza
en ninguna parte, sino para ganar honra y fama; nunca su tiempo
en otra cosa pasaba, sino andar de unas partes
a otras como caballero andante. Así que por ninguna
guisa ella remedio para su vida hallaba, no le pesando tanto por
perder la vista del mundo con la muerte como la de aquél
su muy amado señor y verdadero amigo. Mas aquel muy poderoso
señor Dios, por remisión del cual todo esto pasaba
para su santo servicio, puso tal esfuerzo y discreción a
Darioleta, que ella bastó con su ayuda de todo la reparar,
como ahora oiréis: Había en aquel palacio del rey
Garinter una cámara apartada, de bóveda, sobre un
río que por allí pasaba, y tenía una puerta
de hierro pequeña, por donde algunas veces al río
salían las doncellas a holgar y estaba yerma, que en ella
no albergaba ninguno, la cual, por consejo de Darioleta, Elisena
a su padre y madre, para reparo de su mala disposición y
vida solitaria que siempre procuraba tener, demandó, y para
rezar sus horas sin que de ninguno estorbada fuese, salvo de Darioleta
que sus dolencias sabía, que la sirviese y la acompañase,
lo cual ligeramente por ellos le fue otorgado, creyendo ser su intención
solamente reparar el cuerpo con más salud, y el alma con
vida más estrecha; y dieron la llave de la puerta pequeña
a la doncella que la guardase y abriese cuando su hija por allí
se quisiese solazar. Pues aposentada Elisena allí donde oís,
con algo de más descanso por se ver en tal lugar que a su
parecer antes allí que en otro alguno su peligro reparar
podía, hubo consejo con su doncella, qué se haría
de lo que pariese:
—¿Qué, señora? —dijo ella—:
que padezca, porque vos seáis libre.
—Ay, Santa María —dijo Elisena—, y, ¿cómo
consentiré yo matar aquello que fue engendrado por la cosa
del mundo que yo más amo?.
—No curéis de eso —dijo la doncella—, que
si os mataren, no dejarán a ello.
—Aunque yo culpada muera —dijo ella— no querrán
que la criatura inocente padezca.
—Dejemos ahora de hablar más en ello —dijo la
doncella—, que gran locura sería, por salvar una cosa
sin provecho, condenásemos a vos y a vuestro amado, que sin
vos no podría vivir, y vos viviendo y él, otros
hijos e hijas habréis, que el deseo de éste os harán
perder.
Como esta doncella muy sesuda fuese, y por la merced de Dios guiada,
quiso antes de la prisa tener el remedio. Y fue así de esta
guisa: que ella hubo cuatro tablas tan grandes, que así como
arca una criatura con sus paños encerrar pudiese y tan larga
como una espada e hizo traer ciertas cosas para un betumen con que
las pudiese juntar, sin que ella ningún agua entrase, y guardólo
todo debajo de su cama sin que Elisena lo sintiese, hasta que por
su mano juntó las tablas con aquel recio betumen y la hizo
tan igual y tan bien formada, como si la hiciera un maestro. Entonces
la mostró a Elisena y díjole:
—¿Para qué os parece que fue esto hecho?.
—No sé —dijo ella.
—Saberlo habéis —dijo la doncella— cuando
menester será.
Y ella dijo:
—Poco daría por saber cosa que se hace ni dice, que
cerca estoy de perder mi bien y alegría.
La doncella hubo gran duelo de así la ver y viniéndole
las lágrimas a los ojos se le tiró delante, porque
no la viese llorar.
Pues no tardó mucho que a Elisena le vino el tiempo de parir
de que los dolores sintiendo como cosa tan nueva y tan extraña
para ella, en gran amargura su corazón era puesto, como aquélla
que le convenía no poder gemir ni quejar, que su angustia
con ello se doblaba. Mas en cabo de una pieza, quiso el Señor
poderoso que sin peligro suyo un hijo pariese,
y tomándole la doncella en sus manos, vio que era hermoso
si ventura hubiese, mas no tardó de poner en ejecución
lo que convenía, según de antes lo pensara, y envolvióle
en muy ricos paños y púsole cerca de su madre y trajo
allí el arca que ya oísteis, y díjole Elisena:
—¿Qué queréis hacer?.
—Ponerlo aquí y lanzarlo al río —dijo
ella— y por ventura guarecer podrá.
La madre lo tenía en sus brazos, llorando fieramente y diciendo:
—Mi hijo pequeño, cuán grave es a mí
la vuestra cuita.
La doncella tomó tinta y pergamino
e hizo una carta que decía:
—Este es Amadís Sin Tiempo, hijo del rey.
Y sin tiempo decía ella porque creía que luego sería
muerto. Y este nombre era allí muy preciado, porque
así se llamaba un santo a quien la doncella le encomendó.
Esta carta cubrió toda de cera, y puesta
en una cuerda se la puso al cuello del niño. Elisena
tenía el anillo que el rey Perión
le diera cuando de ella se partió y metiólo en la
misma cuerda de la cera, y asimismo poniendo el niño dentro,
en el arca, le pusieron la espada del rey
Perión, que la primera noche que ella con él
durmiera la echó de la mano en el suelo como
ya oísteis, y por la doncella fue guardada, y aunque
el rey la halló menos, nunca osó por ella preguntar,
porque el rey Garinter no hubiese enojo con aquéllos que
en la cámara entraban. Esto así hecho puso la tabla
encima tan junta y bien calafateada que agua ni otra cosa podía
entrar y tomándola en sus brazos y abriendo la puerta la
puso en el río y dejóla
ir y como el agua era grande y recia presto la pasó a la
mar, que más de media legua de allí no estaba.
A esta sazón el alba aparecía y acaeció una
hermosa maravilla de aquéllas que el Señor muy alto,
cuando a Él place suele hacer, que en la mar iba una
barca en que un caballero de Escocia iba con su mujer, que de la
pequeña Bretaña llevaba parida de un hijo que se llamaba
Gandalín, y el caballero había nombre Gandales,
y yendo a más andar su vía contra Escocia, siendo
ya mañana clara vieron el arca que por el agua nadando iba,
y llamando cuatro marineros les mandó que presto echasen
un batel y aquello le trajesen, lo cual prestamente se hizo, comoquiera
que ya el arca muy lejos de la barca pasado había. El caballero
tomó el arca y tiró la cobertura y vio el doncel que
en sus brazos tomó y dijo:
—Éste de algún buen lugar es, y esto decía
él por los ricos paños y el anillo y la espada que
muy hermosa le pareció y comenzó a maldecir
la mujer que por miedo tal criatura tan cruelmente desamparado había,
y guardando aquellas cosas rogó
a su mujer que lo hiciese criar, la cual hizo dar
teta de aquella ama que a Gandalín, su hijo, criaba,
y tomóla con gran gana de mamar, de que el caballero y la
dueña mucho alegres fueron. Pues así caminaron por
la mar con buen tiempo enderezado, hasta que aportados fueron una
villa de Escocia que Antalia había
nombre, y de allí partiendo, llegaron a un castillo suyo,
de los buenos de aquella tierra, donde hizo criar al doncel, como
si su hijo propio fuese, y así lo creían todos que
lo fuese, que de los marineros no se pudo saber su hacienda,
porque en la barca, que era suya, a otras partes navegaron.
LIBRO SEGUNDO
Capítulo 52
De cómo la doncella de Dinamarca fue
en busca de Amadís, y acaso de ventura, después de
mucho trabajo, aportó a la Peña
Pobre, donde estaba Amadís, que se llamaba Beltenebros.
[...] A esta sazón, Beltenebros estaba en
la fuente debajo de los árboles que ya oísteis, donde
aquella noche albergara, y era ya su salud tan allegada al cabo
que no esperaba vivir quince días, y del mucho llorar, junto
con la su gran flaqueza, tenía el rostro
muy descamado y negro, mucho más que si de gran dolencia
agraviado fuera, así que no había persona que conocerlo
pudiese, y desde que hubo mirado una pieza la nave y vio que la
doncella y los dos escuderos subían suso la Peña,
como ya su pensamiento en ál no estuviese sino en demandar
la muerte, todas las cosas que hasta allí había
tratado con mucho placer, que era ver personas extrañas,
así para las conocer como para las remediar en sus fortunas
aquéllas y todas las semejantes de él con mucha desesperación
eran aborrecidas, y partiéndose de allí a la ermita
se fue, y dijo al ermitaño:
—Gente me parece que de una fusta salen y se vienen para vos.
Y púsose de rodillas ante el altar, haciendo su oración
rogando a Dios que del alma le hubiese merced, que presto sería
a dar la cuenta. El ermitaño se vistió para decir
misa, y la doncella, con Durín y Enil, entró por la
puerta, y haciendo oración le quitaron los antifaces que
delante el rostro traía. Beltenebros, habiendo estado una
pieza, levantóse y volvió el rostro contra ellos,
y mirando los conoció luego a la doncella y a Durín,
y la alteración fue tan grande que, no pudiendo estar en
pie, cayó en el suelo como si muerto
fuese. Cuando el ermitaño esto vio, pensó que
ya estaba en el postrimero punto de su vida, y dijo:
—¡Oh, Señor poderoso!, ¿por qué
no has querido haber piedad de éste, que tanto en tu servicio
pudiera hacer?, y las lágrimas le caían en mucha cantidad
por las blancas barbas, y
dijo:
—Buena doncella, haced a esos hombres que me ayuden a llevar
a este hombre a su cámara, que entiendo que éste será
el postrimero beneficio que hacérsele puede.
Entonces, Enil y Durín, con el ermitaño, lo llevaron
a la casa donde albergaba y lo pusieron en una cama asaz pobre,
que por ninguno de ellos nunca fue conocido.
Pues la doncella oyó la misa, y queriéndose ir a comer
en tierra, que de la mar muy enojada andaba acaso, preguntó
al ermitaño qué hombre era aquél que de tan
gran dolencia agraviado era. El hombre bueno le dijo:
—Es un caballero que aquí hace penitencia.
—Mucho culpado debe ser —dijo ella—, pues en parte
tan áspera hacerla quiso.
—Así es que vos decís —dijo él—,
pues que más por las cosas vanas y perecederas de este mundo
que por servicios de Dios lo hace.
—Quiero le ver —dijo la doncella—, pues me decís
que es caballero, y de las cosas que en la nave traigo le dejaré
con algo que pueda ser reparado.
—Hacedlo —dijo el buen hombre—; pero entiendo
que su muerte, a que tanto llegado es, os quitará de ese
cuidado.
La doncella entró sola en la cámara donde Beltenebros
estaba, el cual pensando qué hiciese no se sabía determinar,
que si se le hiciese conocer pasaba el mandamiento de su señora,
y si no, si aquélla que era todo el reparo de su vida de
allí se fuese no le quedaba esperanza ninguna. En la fin,
creyendo que muy más duro para él sería enojar
a su señora que padecer la muerte, acordó de se le
no hacer conocer en ninguna manera.
Pues la doncella, llegada cerca de la cama, dijo:
—Buen hombre, del ermitaño he sabido cómo sois
caballero, y porque las doncellas a todos los más caballeros
somos muy obligadas por los grandes peligros que en nuestra defensa
se ponen, acordé de os ver y dejar aquí del bastimento
de la nao todo lo que para vuestra salud en ella se hallare.
Él no respondió ninguna cosa, antes estaba con
grandes sollozos y gemidos llorando.
Así que la doncella pensó que el alma de las carnes
se le partía, de que hubo gran piedad y porque en la cámara
poca luz había, abrió una lumbrera que cerrada estaba
y llegóse a la cama por ver si era muerto, y comenzóle
a mirar, y él a ella, todavía llorando y sollozando,
y así estuvo por una pieza que la doncella nunca le conoció,
porque su pensamiento bien descuidado era de hallar en tal parte
aquél que buscaba; mas viéndole en el rostro un golpe
que Arcalaus el Encantador le hizo con la cuchilla de la lanza cuando
le fue por él quitada Oriana, como
se os ha dicho en el libro primero, hízola recordar
en lo que antes ninguna sospecha tenía y claramente conoció
ser aquél Amadís y dijo:
—¡Ay, Santa María!, ¿qué es esto
que veo? ¡Ay, Señor!, vos sois aquél por quien
mucho afán he tomado.
Y cayó de bruces sobre el lecho, e hincando los hinojos le
besó las manos muchas veces, y díjole:
—Señor, aquí es menester piedad y perdón
contra aquélla que os erró, que si por su mala sospecha
os ha puesto injustamente en tal estrecho, ella, con mucha causa
y razón, padece la vida más amarga que la propia muerte.
Beltenebros la tomó entre sus brazos y juntóla consigo
sin ninguna cosa le poder hablar. Ella,
dándole la carta, le dijo:
—Ésta os envía vuestra señora, y por
mí os hace saber que si vos sois aquel Amadís que
ser solía, a quien ella tanto ama, que poniendo en olvido
lo pasado, luego seáis con ella en el su castillo de Miraflores,
donde con mucho vicio serán enmendados los dolores y angustias
a que el sobrado amor que os tiene han causado.
Él tomó la carta, y después de la besar muchas
veces, púsola encima del corazón, y dijo:
—¡Oh, atribulado corazón que tanto tiempo, con
tan grandes angustias, derramando tantas lágrimas, te has
podido sostener hasta ser llegado en el estrecho de la cruel muerte,
recibe esta medicina, que para la tu salud ninguna otra bastar pudiera,
quita aquellas nieblas de gran tenebrura que hasta aquí cubierto
estabas; toma esfuerzo con que pudieras servir a aquélla
tu señora la merced que en te quitar de la muerte te hace.
"Amadís liberando a una dama" de
Delacroix (1798-1863)
LIBRO CUARTO
Capítulo 125
Cómo los reyes se juntaron a dar orden
en las bodas de aquellos grandes señores y señoras,
y lo que en ello se hizo.
Los reyes se tomaron a juntar como de antes y concertaron
las bodas para el cuarto día y que durasen las fiestas quince
días, en cabo de los cuales todas las cosas despachadas fuesen
para se tomar a sus tierras.
Venido el día señalado, todos los novios se juntaron
en la posada de Amadís y se vistieron de tan ricos paños
como su gran estado en tal acto demandaba, y asimismo lo hicieron
las novias, y los reyes y grandes señores los tomaron consigo,
y cabalgando en sus palafrenes, muy ricamente guarnidos, se fueron
a la huerta, donde hallaron las reinas y novias asimismo en sus
palafrenes, pues así salieron todos juntos a la iglesia donde
por el santo hombre Nasciano la misma aparejada estaba. Pasado el
acto de los matrimonios y casamientos con las solemnidades que la
santa Iglesia manda, Amadís se llegó al rey Lisuarte,
y díjole:
—Señor, quiero demandaros un don que no os será
grave de lo dar.
—Yo lo otorgo —dijo el rey.
—Pues, señor, mandad a Oriana que antes que sea hora
de comer pruebe el arco encantado de los leales
amadores y la cámara defendida que hasta aquí
con su gran tristeza nunca con ella acabar se pudo por mucho que
ha sido por nosotros suplicada y rogada, que yo fío tanto
en su lealtad y en su gran beldad que allí donde ha más
de cien años que nunca mujer, por extremada que de las otras
fuese, pudo entrar, entrará ella sin ningún detenimiento,
porque yo vi a Grimanesa en tanta perfección como si viva
fuese donde está hecha por gran arte con su marido Apolidón,
su gran hermosura no iguala con la de Oriana, y en aquella cámara
tan defendida a todas se hará la fiesta de nuestras bodas.
El rey le dijo:
—Buen hijo señor, liviano es a mi cumplir lo que pedís,
mas he recelo que con ella pongamos alguna turbación en esta
fiesta, porque muchas veces acontece y todas las más la grande
afición de la voluntad engañar los ojos que juzgan
lo contrario de lo que es, y así podría acaecer a
vos con mi hija Oriana.
—No tengáis cuidado de eso —dijo Amadís—,
que mi corazón me dice que así como lo digo se cumplirá.
—Pues así os place, así sea —dijo el rey.
Entonces se fue a su hija, que entre las reinas y las otras novias
estaba, y díjole:
—Mi hija, vuestro marido me demanda un don y no se puede cumplir
sino por vos; quiero que mi palabra hagáis verdadera.
Ella hincó los hinojos delante de él y besóle
las manos, y dijo:
—Señor, a Dios plega que por alguna manera venga causa
con que os pueda servir, y mandad lo que vos pluguiere, que así
se hará por mí, cumplirse puede.
El rey la levantó y la besó en el rostro, y dijo:
—Hija, pues conviene que antes de comer sea
por vos probado el Arco de los Leales Amadores y la Cámara
Defendida, que esto es lo que vuestro marido me pide.
Cuando esto fue oído de toda aquella gente, a muchos plugo
de ver que la prueba se hiciese, y a otros puso gran turbación,
que como la cosa tan grave de acabar fuese y tantas y tales en ellas
habían fallecido, bien pensaban que la gloria que acabándola
se alcanzaba que así en ella falleciendo se venturaba menoscabo
y vergüenza, mas pues que vieron que el rey lo mandaba y Amadís
lo demandaba, no quisieron decir sino que se hiciese, pues así
como estaban salieron de la iglesia y cabalgando llegaron al marco
donde de allí adelante a ninguno ni a ninguna era dada licencia
de entrar si dignos para ello no fuesen. Pues allí llegados
Melicia y Olinda dijeron a sus esposos que
también querían ellas probar aquella ventura,
de lo cual gran alegría en los corazones de ellos vino por
ver la gran lealtad en que se atrevían, pero temiendo algún
revés que venir les pudiese, dijéronles que ellos
estaban bien contentos y satisfechos en sus voluntades, y por lo
que a ellos tocaba no tomasen en sí aquel cuidado; mas ellas
dijeron que lo habían de probar, que si en otra parte estuviesen
con alguna razón se podrían excusar de ello, mas allí
donde ninguna bastaba no querían que pensasen que por lo
que en sí habían sentido lo habían dejado.
—Pues que así es —dijeron ellos—, no podemos
negar que no recibimos en ello la mayor merced que de ninguna otra
cosa que venir pudiese.
Esto dijeron luego al rey Lisuarte y a los otros señores.
—¡En el nombre de Dios! —dijeron ellos—,
y a él plega que sea en tal hora que con mucho placer se
acreciente la fiesta en que estamos.
Así descabalgaron todos y acordaron que entrasen delante
Melicia y Olinda, y así se hizo que la una tras la otra pasaron
el marco, y si ningún entrevalo fueron so el arco y entraron
en la casa donde Apolidón y Grimanesa estaban, y la trompeta
que la imagen encima del arco tenía tañó muy
dulcemente, así que todos fueron muy consolados de tal son
que nunca otro tal vieran, sino aquéllos que ya lo habían
visto y probado. Oriana llegó al marco y volvió el
rostro contra Amadís, y paróse muy colorada y tornó
luego a entrar, y en llegando a la mitad del sitio, la
imagen comenzó el dulce son, y como llegó so el arco,
lanzó por la boca de la trompa tantas flores y rosas en tanta
abundancia que todo el campo fue cubierto de ellas, y el son fue
tan dulce y tan diferenciado del que por las otras se hizo, que
todos sintieron en sí gran deleite que en tanto que
duraba tuvieran por bueno de no partirse de allí; mas como
pasó el arco cesó luego el son. Oriana halló
a Olinda y a Melicia que estaban mirando aquellas figuras y sus
nombres que en jaspe hallaron escritos, y como la vieron fueron
con mucho placer a ella y tomáronla entre sí por las
manos y volviéronse a las imágenes, y Oriana miraba
con gran afición a Grimanesa, y bien veía claramente
que ninguna de aquéllas ni de las que fuera estaban era tan
hermosa como ella, y mucho dudó en la prueba de la cámara
que para haber de entrar en ella la había de sobrar en hermosura,
y por su voluntad dejárase de la probar, que de lo del arco
nunca en si puso duda, que bien sabía el secreto enteramente
de su corazón como nunca fue otorgado de amar, sino a su
amigo Amadís. Así estuvieron una pieza, y estuvieran
más sino por ser el día tal que las esperaban, y acordaron
de salirse así todas tres juntas como estaban tan contentas
y tan lozanas que a los que las atendían y miraban les pareció
que habían gran pieza acrecentado en sus hermosuras, y bien
cuidaron que alguna de ellas era bastante para acabar la ventura
de la cámara y esto causó, como digo, la gran alegría
que en sí traían, que así como con ella
toda hermosura es crecida, así al contrario con la tristeza
se aflige y abaja. Sus tres maridos, Amadís, Agrajes y don
Bruneo, que aquella ventura habían acabado, como ya el segundo
libro de esta historia os ha contado, fueron a ellas, lo cual ninguno
de los que allí estaban pudieran hacer, y como a ellas llegaron
la trompeta comenzó el son y a echar las flores que les daban
sobre las cabezas, y abrazáronlas y besáronlas, y
así todos seis se salieron.
Esto hecho, acordaron de ir a la prueba de la cámara, mas
algunas había que gran recelo llevaban de lo no poder acabar.
[...]
Pues luego llegó Olinda, la mesurada, trayéndola Agrajes
por la mano, que le daba gran esfuerzo, aunque no con mucha esperanza
que en sí tuviese que el gran amor ni afición de él
a ella no le quitaba el conocimiento de ver que no igualaba a la
hermosura de Grimanesa, pero bien pensó que llegaría
con las más delanteras y llegando al sitio dejóla
de la mano, y ella entró y fuese derechamente al padrón
de cobre, y de allí pasó al de mármol, que
nada sintió, mas como quiso pasar, la resistencia fue tan
dura que por mucho que porfió no pudo más de una pasada
pasar más adelante, y luego fue echada fuera como la otra.
Melicia entró con gentil continencia y lozano corazón,
que así era ella muy lozana y muy hermosa, y pasó
por los padrones ambos tanto que cuidaron todos que entraría
en la cámara, y Oriana, que así lo pensó, fue
toda demudada de pesar, mas llegando un paso más que Olinda,
luego fue tullida y sacada sin ninguna piedad como las otras, tan
desacordada como si fuera fuese, que así como más
adelante entraba mucho más la pena, les era dada a cada uno
en su grado, y así se hacía a los caballeros antes
que a Amadís lo acabase. Las rabias que don Bruneo por ella
hacía a muchos movía a piedad, mas a los que sabían
el poco peligro que de allí redundaba reíanse mucho
de lo ver.
Esto así hecho llevó Amadís a Oriana, en quien
toda la hermosura del mundo ayuntada era, y llegó ella al
sitio con pasos muy sosegados y rostro muy honesto, y santiguóse
y encomendóse a Dios, y entró adelante, y sin que
nada sintiese pasó los padrones, y cuando a una pasada de
la cámara llegó, sintió muchas manos que la
empujaban y tornaban atrás, tanto que tres veces la volvieron
hasta cerca del padrón de mármol, mas ella no hacía
con las sus muy hermosas manos desviarlos a un cabo y a otro, y
parecióle que tomaban brazos y manos,
y así con mucha porfía y gran corazón y sobre
todo su gran hermosura, que muy más extremada era que la
de Grimanesa, como dicho es, llegó a la puerta de la cámara
muy cansada y trabó de uno de los umbrales. Entonces salió
aquel brazo y mandó que Amadís tomase a ella por la
una mano, y oyó más de veinte voces que muy dulcemente
cantando dijeron:
—Bien venga la noble señora que por su gran beldad
ha vencido la hermosura de Grimanesa y hará compaña
al caballero que por ser más valiente y esforzado en armas
que aquel Apolidón que en su tiempo par no tuvo, ganó
el señorío, y de su generación será
señoreada grandes tiempos con otros grandes señoríos
que desde ella ganarán.
Entonces el brazo y la mano tiró y
entró Oriana en la cámara, donde se halló
tan alegre como si del mundo fuera señora, y no tanto por
su hermosura como porque siendo su amigo Amadís señor
de aquella ínsula, sin empacho alguno le podía hacer
compaña en aquella hermosa cámara, quitando la esperanza
desde allí adelante de se venir a probar ninguna por hermosa
que fuese.
Además de la transformación de la novela en teatro
en manos de Gil Vicente, que verás más adelante, Tragicomedia
de Amadís de Gaula, ya un siglo después se escribió
una versión operística, corriente que continuó
hasta el siglo XX. Aquí tienes los títulos:
· Amadís de Gaula (1684) de Jean-Baptiste
Lully
· Amadigi di Gaula (1715) de Georg Friedrich Händel
· Amadis de Gaule (1779) de Johann Christian Bach
· Amadis (1922) de Jules Massenet