Literatura Española del Siglo XVI

5.- Prosa del Segundo Renacimiento: La novela

5.1.- Los libros de caballerías

5.1.1.- El Amadís de Gaula (1508)

LIBRO PRIMERO

Capítulo 1

Cómo la infanta Elisena y su doncella Darioleta fueron a la cámara donde el rey Perión estaba.

Como la gente fue sosegada, Darioleta se levantó y tomó a Elisena así desnuda como en su lecho estaba, solamente la camisa y cubierta de un manto, y salieron ambas a la huerta y la luna hacía muy clara. La doncella miró a su señora y abriéndole el manto católe el cuerpo y díjole riendo:
—Señora, en buena hora nació el caballero que os esta noche habrá.
Y bien decía, que ésta era la más hermosa doncella de rostro y de cuerpo que entonces se sabía. Elisena se sonrió y dijo:
—Así lo podéis por mi decir, que nací en buena ventura en ser llegada a tal caballero.
Así llegaron a la puerta de la cámara. Y comoquiera que Elisena fuese a la cosa que en el mundo más amaba, tremíale todo el cuerpo y la palabra, que no podía hablar, y como en la puerta tocaron para abrir, el rey Perión, que así con la gran congoja que en su corazón tenía, como con la esperanza en que la doncella le puso no había podido dormir, y aquella sazón ya cansado, y del sueño vencido adormecióse y soñaba que entraba en aquella cámara por una falsa puerta y no sabía quién a él iba y le metía las manos por los costados y sacándole el corazón le echaba en un río, y él decía:
—¿Por qué hicisteis tal crudeza?.
—No es nada esto —decía él—, que allá os queda otro corazón que yo os tomaré, aunque no será por mi voluntad.
El rey, que gran cuita en sí tenía, despertó despavorido y comenzóse a santiguar. A esta sazón habían ya las doncellas la puerta abierto y entraban por ella y como lo sintió temióse de traición por lo que soñara, y levantando la cabeza vio por entre las cortinas abierta la puerta, de lo que él nada no sabía, y con la luna que por ella entraba vio el bulto de las doncellas. Así que saltando de la cama do yacía tomó su espada y escudo y fue contra aquella parte do visto les había. Y Darioleta, cuando así lo vio, díjole:
—¿Qué es esto, señor?, tirad vuestras armas que contra nos poca defensa nos tendrá.
El rey, que la conoció, miró y vio a Elisena su muy amada y echando la espada y su escudo en tierra cubrióse de un manto que ante la cama tenía con que algunas veces se levantaba y fue a tomar a su señora entre los brazos y ella le abrazó como aquél que más que a sí amaba. Darioleta le dijo:
—Quedad, señora, con ese caballero que aunque vos como doncella hasta aquí de muchos os defendisteis y él asimismo de otras se defendió, no bastaron vuestras fuerzas para os defender el uno del otro.
Y Darioleta miró por la espada do el rey la había arrojado y tomóla en señal de la jura y promesa que le había hecho en razón de casamiento de su señora y salióse a la huerta. El rey quedó solo con su amiga, que a la lumbre de tres hachas que en la cámara ardían la miraba pareciéndole que toda la hermosura del mundo en ella era junta, teniéndose por muy bienaventurado en que Dios a tal estado le trajera; y así abrazados se fueron a echar en el lecho, donde aquélla que tanto tiempo con tanta hermosura y juventud, demandada de tantos príncipes y grandes hombres se había defendido, quedando con libertad de doncella, en poco más de un día, cuando el su pensamiento más de aquello apartado y desviado estaba, el cual amor rompiendo aquellas fuertes ataduras de su honesta y santa vida, se la hizo perder, quedando de allí adelante dueña. [Moralización] Por donde se da a entender que así como las mujeres apartando sus pensamientos de las mundanas cosas, despreciando la gran hermosura de que la natura las dotó, la fresca juventud que en mucho grado la acrecienta, los vicios y deleites que con las sobradas riquezas de sus padres esperaban gozar, quieren por salvación de sus ánimas ponerse en las casas pobres encerradas, ofreciendo con toda obediencia sus libres voluntades a que sujetas de las ajenas sean, viendo pasar su tiempo sin ninguna fama ni gloria del mundo, como saben que sus hermanas y parientas lo gozan, así deben con mucho cuidado atapar las orejas, cerrar los ojos excusándose de ver parientes y vecinos, recogiéndose en las oraciones santas, tomándolo por verdaderos deleites así como lo son, porque con las hablas, con las vistas, su santo propósito dañando, no sea así como lo fue el de esta hermosa infanta Elisena, que en cabo de tanto tiempo que guardarse quiso, en sólo un momento viendo la gran hermosura de aquel rey Perión fue su propósito mudado de tal forma que si no fuera por la discreción de aquella doncella suya, que su honra con el matrimonio reparar quiso, en verdad ella de todo punto era determinada de caer en la peor y más baja parte de su deshonra, así como otras muchas que en este mundo contarse podrían, que por no se guardar de lo ya dicho lo hicieron y adelante harán, no lo mirando. Pues así estando los dos amantes en su solaz, Elisena preguntó al rey Perión si su partida sería breve, y él le dijo:
—¿Por qué, mi buena señora, lo preguntáis?.
—Porque esta buena ventura —dijo ella— que en tanto gozo y descanso a mis mortales deseos ha puesto, ya me amenaza con la gran tristura y congoja que vuestra ausencia me pondrá a ser por ella más cerca de la muerte que no de la vida.
Oídas por él estas razones, dijo:
—No tengáis temor de eso, que aunque este mi cuerpo de vuestra presencia sea partido, el mi corazón junto con el vuestro quedará, que a entrambos dará su esfuerzo, a vos para sufrir y a mí para cedo me tornar, que yendo sin él, no hay otra fuerza tan dura que detenerme pueda.
Darioleta, que vio ser razón ir de allí, entró en la cámara y dijo:
—Señora, sé que otra vez os plugo conmigo ir más que no ahora, mas conviene que os levantéis y vamos, que ya tiempo es.
Elisena se levantó y el rey le dijo:
—Yo me detendré aquí más que no pensáis, y esto será por vos y ruégoos que no se os olvide este lugar.
Ellas se fueron a sus camas y él quedó en su cama muy pagado de su amiga, empero espantado del sueño que ya oísteis; y por él había más cuita de ir a su tierra donde había a la sazón muchos sabios, que semejantes cosas sabían soltar y declarar, y aún él mismo sabía algo, que cuando más mozo aprendiera. En este vicio y placer estuvo allí el rey Perión diez días, holgando todas las noches con aquélla su muy amada amiga, en cabo de los cuales acordó, forzando su voluntad y las lágrimas de su señora, que no fueron pocas, de se partir. Así despedido del rey Garinter y de la reina, armado de todas armas, cuando quiso su espada ceñir no la halló y no osó preguntar por ella, comoquiera que mucho le dolía, porque era muy buena y hermosa; esto hacía porque sus amores con Elisena descubiertos no fuesen y por no dar enojo al rey Garinter, y mandó a su escudero que otra espada le buscase, y así armado, excepto las manos y la cabeza, encima de su caballo, no con otra compañía sino de su escudero, se puso en el camino derecho de su reino. Pero antes habló con él Darioleta, diciéndole la gran cuita y soledad en que a su amiga dejaba, y él le dijo:
—Ay mi amiga, yo os la encomiendo como a mi propio corazón.
Y sacando de su dedo un muy hermoso anillo de dos que traía, tal el uno como el otro, se lo dio que le llevase y trajese por su amor. Así que Elisena quedó con mucha soledad, y con grande dolor de su amigo, tanto que si no fuera por aquella doncella que la esforzaba mucho a gran pena se pudiera sufrir; mas habiendo sus hablas con ella, algún descanso sentía. Pues así fueron pasando su tiempo hasta que preñada se sintió, perdiendo el comer y el dormir, y la su muy hermosa color. Allí fueron las cuitas y los dolores en mayor grado, y no sin causa, porque en aquella sazón era por ley establecido que cualquiera mujer, por de estado grande y señorío que fuese, si en adulterio se hallaba, no se podía en ninguna guisa excusar la muerte. Y esta tan cruel costumbre y pésima duró hasta la venida del muy virtuoso rey Artur, que fue el mejor rey de los que allí reinaron, y la revocó al tiempo que mató en batalla, ante las puertas de París, a Floyán. Pero muchos reyes reinaron entre él y el rey Lisuarte, que esta ley sostuvieron. Pues pensar de lo hacer saber a su amigo no podía ser, porque él tan mancebo fuese, y tan orgulloso de corazón y nunca tomaba holganza en ninguna parte, sino para ganar honra y fama; nunca su tiempo en otra cosa pasaba, sino andar de unas partes a otras como caballero andante. Así que por ninguna guisa ella remedio para su vida hallaba, no le pesando tanto por perder la vista del mundo con la muerte como la de aquél su muy amado señor y verdadero amigo. Mas aquel muy poderoso señor Dios, por remisión del cual todo esto pasaba para su santo servicio, puso tal esfuerzo y discreción a Darioleta, que ella bastó con su ayuda de todo la reparar, como ahora oiréis: Había en aquel palacio del rey Garinter una cámara apartada, de bóveda, sobre un río que por allí pasaba, y tenía una puerta de hierro pequeña, por donde algunas veces al río salían las doncellas a holgar y estaba yerma, que en ella no albergaba ninguno, la cual, por consejo de Darioleta, Elisena a su padre y madre, para reparo de su mala disposición y vida solitaria que siempre procuraba tener, demandó, y para rezar sus horas sin que de ninguno estorbada fuese, salvo de Darioleta que sus dolencias sabía, que la sirviese y la acompañase, lo cual ligeramente por ellos le fue otorgado, creyendo ser su intención solamente reparar el cuerpo con más salud, y el alma con vida más estrecha; y dieron la llave de la puerta pequeña a la doncella que la guardase y abriese cuando su hija por allí se quisiese solazar. Pues aposentada Elisena allí donde oís, con algo de más descanso por se ver en tal lugar que a su parecer antes allí que en otro alguno su peligro reparar podía, hubo consejo con su doncella, qué se haría de lo que pariese:
—¿Qué, señora? —dijo ella—: que padezca, porque vos seáis libre.
—Ay, Santa María —dijo Elisena—, y, ¿cómo consentiré yo matar aquello que fue engendrado por la cosa del mundo que yo más amo?.
—No curéis de eso —dijo la doncella—, que si os mataren, no dejarán a ello.
—Aunque yo culpada muera —dijo ella— no querrán que la criatura inocente padezca.
—Dejemos ahora de hablar más en ello —dijo la doncella—, que gran locura sería, por salvar una cosa sin provecho, condenásemos a vos y a vuestro amado, que sin vos no podría vivir, y vos viviendo y él, otros hijos e hijas habréis, que el deseo de éste os harán perder.
Como esta doncella muy sesuda fuese, y por la merced de Dios guiada, quiso antes de la prisa tener el remedio. Y fue así de esta guisa: que ella hubo cuatro tablas tan grandes, que así como arca una criatura con sus paños encerrar pudiese y tan larga como una espada e hizo traer ciertas cosas para un betumen con que las pudiese juntar, sin que ella ningún agua entrase, y guardólo todo debajo de su cama sin que Elisena lo sintiese, hasta que por su mano juntó las tablas con aquel recio betumen y la hizo tan igual y tan bien formada, como si la hiciera un maestro. Entonces la mostró a Elisena y díjole:
—¿Para qué os parece que fue esto hecho?.
—No sé —dijo ella.
—Saberlo habéis —dijo la doncella— cuando menester será.
Y ella dijo:
—Poco daría por saber cosa que se hace ni dice, que cerca estoy de perder mi bien y alegría.
La doncella hubo gran duelo de así la ver y viniéndole las lágrimas a los ojos se le tiró delante, porque no la viese llorar.
Pues no tardó mucho que a Elisena le vino el tiempo de parir de que los dolores sintiendo como cosa tan nueva y tan extraña para ella, en gran amargura su corazón era puesto, como aquélla que le convenía no poder gemir ni quejar, que su angustia con ello se doblaba. Mas en cabo de una pieza, quiso el Señor poderoso que sin peligro suyo un hijo pariese, y tomándole la doncella en sus manos, vio que era hermoso si ventura hubiese, mas no tardó de poner en ejecución lo que convenía, según de antes lo pensara, y envolvióle en muy ricos paños y púsole cerca de su madre y trajo allí el arca que ya oísteis, y díjole Elisena:
—¿Qué queréis hacer?.
—Ponerlo aquí y lanzarlo al río —dijo ella— y por ventura guarecer podrá.
La madre lo tenía en sus brazos, llorando fieramente y diciendo:
—Mi hijo pequeño, cuán grave es a mí la vuestra cuita.
La doncella tomó tinta y pergamino e hizo una carta que decía:
—Este es Amadís Sin Tiempo, hijo del rey.
Y sin tiempo decía ella porque creía que luego sería muerto.
Y este nombre era allí muy preciado, porque así se llamaba un santo a quien la doncella le encomendó. Esta carta cubrió toda de cera, y puesta en una cuerda se la puso al cuello del niño. Elisena tenía el anillo que el rey Perión le diera cuando de ella se partió y metiólo en la misma cuerda de la cera, y asimismo poniendo el niño dentro, en el arca, le pusieron la espada del rey Perión, que la primera noche que ella con él durmiera la echó de la mano en el suelo como ya oísteis, y por la doncella fue guardada, y aunque el rey la halló menos, nunca osó por ella preguntar, porque el rey Garinter no hubiese enojo con aquéllos que en la cámara entraban. Esto así hecho puso la tabla encima tan junta y bien calafateada que agua ni otra cosa podía entrar y tomándola en sus brazos y abriendo la puerta la puso en el río y dejóla ir y como el agua era grande y recia presto la pasó a la mar, que más de media legua de allí no estaba. A esta sazón el alba aparecía y acaeció una hermosa maravilla de aquéllas que el Señor muy alto, cuando a Él place suele hacer, que en la mar iba una barca en que un caballero de Escocia iba con su mujer, que de la pequeña Bretaña llevaba parida de un hijo que se llamaba Gandalín, y el caballero había nombre Gandales, y yendo a más andar su vía contra Escocia, siendo ya mañana clara vieron el arca que por el agua nadando iba, y llamando cuatro marineros les mandó que presto echasen un batel y aquello le trajesen, lo cual prestamente se hizo, comoquiera que ya el arca muy lejos de la barca pasado había. El caballero tomó el arca y tiró la cobertura y vio el doncel que en sus brazos tomó y dijo:
—Éste de algún buen lugar es, y esto decía él por los ricos paños y el anillo y la espada que muy hermosa le pareció y comenzó a maldecir la mujer que por miedo tal criatura tan cruelmente desamparado había, y guardando aquellas cosas rogó a su mujer que lo hiciese criar, la cual hizo dar teta de aquella ama que a Gandalín, su hijo, criaba, y tomóla con gran gana de mamar, de que el caballero y la dueña mucho alegres fueron. Pues así caminaron por la mar con buen tiempo enderezado, hasta que aportados fueron una villa de Escocia que Antalia había nombre, y de allí partiendo, llegaron a un castillo suyo, de los buenos de aquella tierra, donde hizo criar al doncel, como si su hijo propio fuese, y así lo creían todos que lo fuese, que de los marineros no se pudo saber su hacienda, porque en la barca, que era suya, a otras partes navegaron.

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 52

De cómo la doncella de Dinamarca fue en busca de Amadís, y acaso de ventura, después de mucho trabajo, aportó a la Peña Pobre, donde estaba Amadís, que se llamaba Beltenebros.

[...] A esta sazón, Beltenebros estaba en la fuente debajo de los árboles que ya oísteis, donde aquella noche albergara, y era ya su salud tan allegada al cabo que no esperaba vivir quince días, y del mucho llorar, junto con la su gran flaqueza, tenía el rostro muy descamado y negro, mucho más que si de gran dolencia agraviado fuera, así que no había persona que conocerlo pudiese, y desde que hubo mirado una pieza la nave y vio que la doncella y los dos escuderos subían suso la Peña, como ya su pensamiento en ál no estuviese sino en demandar la muerte, todas las cosas que hasta allí había tratado con mucho placer, que era ver personas extrañas, así para las conocer como para las remediar en sus fortunas aquéllas y todas las semejantes de él con mucha desesperación eran aborrecidas, y partiéndose de allí a la ermita se fue, y dijo al ermitaño:
—Gente me parece que de una fusta salen y se vienen para vos.
Y púsose de rodillas ante el altar, haciendo su oración rogando a Dios que del alma le hubiese merced, que presto sería a dar la cuenta. El ermitaño se vistió para decir misa, y la doncella, con Durín y Enil, entró por la puerta, y haciendo oración le quitaron los antifaces que delante el rostro traía. Beltenebros, habiendo estado una pieza, levantóse y volvió el rostro contra ellos, y mirando los conoció luego a la doncella y a Durín, y la alteración fue tan grande que, no pudiendo estar en pie, cayó en el suelo como si muerto fuese. Cuando el ermitaño esto vio, pensó que ya estaba en el postrimero punto de su vida, y dijo:
—¡Oh, Señor poderoso!, ¿por qué no has querido haber piedad de éste, que tanto en tu servicio pudiera hacer?, y las lágrimas le caían en mucha cantidad por las blancas barbas, y
dijo:
—Buena doncella, haced a esos hombres que me ayuden a llevar a este hombre a su cámara, que entiendo que éste será el postrimero beneficio que hacérsele puede.
Entonces, Enil y Durín, con el ermitaño, lo llevaron a la casa donde albergaba y lo pusieron en una cama asaz pobre, que por ninguno de ellos nunca fue conocido.
Pues la doncella oyó la misa, y queriéndose ir a comer en tierra, que de la mar muy enojada andaba acaso, preguntó al ermitaño qué hombre era aquél que de tan gran dolencia agraviado era. El hombre bueno le dijo:
—Es un caballero que aquí hace penitencia.
—Mucho culpado debe ser —dijo ella—, pues en parte tan áspera hacerla quiso.
—Así es que vos decís —dijo él—, pues que más por las cosas vanas y perecederas de este mundo que por servicios de Dios lo hace.
—Quiero le ver —dijo la doncella—, pues me decís que es caballero, y de las cosas que en la nave traigo le dejaré con algo que pueda ser reparado.
—Hacedlo —dijo el buen hombre—; pero entiendo que su muerte, a que tanto llegado es, os quitará de ese cuidado.
La doncella entró sola en la cámara donde Beltenebros estaba, el cual pensando qué hiciese no se sabía determinar, que si se le hiciese conocer pasaba el mandamiento de su señora, y si no, si aquélla que era todo el reparo de su vida de allí se fuese no le quedaba esperanza ninguna. En la fin, creyendo que muy más duro para él sería enojar a su señora que padecer la muerte, acordó de se le no hacer conocer en ninguna manera.
Pues la doncella, llegada cerca de la cama, dijo:
—Buen hombre, del ermitaño he sabido cómo sois caballero, y porque las doncellas a todos los más caballeros somos muy obligadas por los grandes peligros que en nuestra defensa se ponen, acordé de os ver y dejar aquí del bastimento de la nao todo lo que para vuestra salud en ella se hallare.
Él no respondió ninguna cosa, antes estaba con grandes sollozos y gemidos llorando.
Así que la doncella pensó que el alma de las carnes se le partía, de que hubo gran piedad y porque en la cámara poca luz había, abrió una lumbrera que cerrada estaba y llegóse a la cama por ver si era muerto, y comenzóle a mirar, y él a ella, todavía llorando y sollozando, y así estuvo por una pieza que la doncella nunca le conoció, porque su pensamiento bien descuidado era de hallar en tal parte aquél que buscaba; mas viéndole en el rostro un golpe que Arcalaus el Encantador le hizo con la cuchilla de la lanza cuando le fue por él quitada Oriana, como se os ha dicho en el libro primero, hízola recordar en lo que antes ninguna sospecha tenía y claramente conoció ser aquél Amadís y dijo:
—¡Ay, Santa María!, ¿qué es esto que veo? ¡Ay, Señor!, vos sois aquél por quien mucho afán he tomado.
Y cayó de bruces sobre el lecho, e hincando los hinojos le besó las manos muchas veces, y díjole:
—Señor, aquí es menester piedad y perdón contra aquélla que os erró, que si por su mala sospecha os ha puesto injustamente en tal estrecho, ella, con mucha causa y razón, padece la vida más amarga que la propia muerte.
Beltenebros la tomó entre sus brazos y juntóla consigo sin ninguna cosa le poder hablar. Ella, dándole la carta, le dijo:
—Ésta os envía vuestra señora, y por mí os hace saber que si vos sois aquel Amadís que ser solía, a quien ella tanto ama, que poniendo en olvido lo pasado, luego seáis con ella en el su castillo de Miraflores, donde con mucho vicio serán enmendados los dolores y angustias a que el sobrado amor que os tiene han causado.
Él tomó la carta, y después de la besar muchas veces, púsola encima del corazón, y dijo:
—¡Oh, atribulado corazón que tanto tiempo, con tan grandes angustias, derramando tantas lágrimas, te has podido sostener hasta ser llegado en el estrecho de la cruel muerte, recibe esta medicina, que para la tu salud ninguna otra bastar pudiera, quita aquellas nieblas de gran tenebrura que hasta aquí cubierto estabas; toma esfuerzo con que pudieras servir a aquélla tu señora la merced que en te quitar de la muerte te hace.

"Amadís liberando a una dama" de Delacroix (1798-1863)

LIBRO CUARTO

Capítulo 125

Cómo los reyes se juntaron a dar orden en las bodas de aquellos grandes señores y señoras, y lo que en ello se hizo.

Los reyes se tomaron a juntar como de antes y concertaron las bodas para el cuarto día y que durasen las fiestas quince días, en cabo de los cuales todas las cosas despachadas fuesen para se tomar a sus tierras.
Venido el día señalado, todos los novios se juntaron en la posada de Amadís y se vistieron de tan ricos paños como su gran estado en tal acto demandaba, y asimismo lo hicieron las novias, y los reyes y grandes señores los tomaron consigo, y cabalgando en sus palafrenes, muy ricamente guarnidos, se fueron a la huerta, donde hallaron las reinas y novias asimismo en sus palafrenes, pues así salieron todos juntos a la iglesia donde por el santo hombre Nasciano la misma aparejada estaba. Pasado el acto de los matrimonios y casamientos con las solemnidades que la santa Iglesia manda, Amadís se llegó al rey Lisuarte, y díjole:
—Señor, quiero demandaros un don que no os será grave de lo dar.
—Yo lo otorgo —dijo el rey.
—Pues, señor, mandad a Oriana que antes que sea hora de comer pruebe el arco encantado de los leales amadores y la cámara defendida que hasta aquí con su gran tristeza nunca con ella acabar se pudo por mucho que ha sido por nosotros suplicada y rogada, que yo fío tanto en su lealtad y en su gran beldad que allí donde ha más de cien años que nunca mujer, por extremada que de las otras fuese, pudo entrar, entrará ella sin ningún detenimiento, porque yo vi a Grimanesa en tanta perfección como si viva fuese donde está hecha por gran arte con su marido Apolidón, su gran hermosura no iguala con la de Oriana, y en aquella cámara tan defendida a todas se hará la fiesta de nuestras bodas.
El rey le dijo:
—Buen hijo señor, liviano es a mi cumplir lo que pedís, mas he recelo que con ella pongamos alguna turbación en esta fiesta, porque muchas veces acontece y todas las más la grande afición de la voluntad engañar los ojos que juzgan lo contrario de lo que es, y así podría acaecer a vos con mi hija Oriana.
—No tengáis cuidado de eso —dijo Amadís—, que mi corazón me dice que así como lo digo se cumplirá.
—Pues así os place, así sea —dijo el rey.
Entonces se fue a su hija, que entre las reinas y las otras novias estaba, y díjole:
—Mi hija, vuestro marido me demanda un don y no se puede cumplir sino por vos; quiero que mi palabra hagáis verdadera.
Ella hincó los hinojos delante de él y besóle las manos, y dijo:
—Señor, a Dios plega que por alguna manera venga causa con que os pueda servir, y mandad lo que vos pluguiere, que así se hará por mí, cumplirse puede.
El rey la levantó y la besó en el rostro, y dijo:
—Hija, pues conviene que antes de comer sea por vos probado el Arco de los Leales Amadores y la Cámara Defendida, que esto es lo que vuestro marido me pide.
Cuando esto fue oído de toda aquella gente, a muchos plugo de ver que la prueba se hiciese, y a otros puso gran turbación, que como la cosa tan grave de acabar fuese y tantas y tales en ellas habían fallecido, bien pensaban que la gloria que acabándola se alcanzaba que así en ella falleciendo se venturaba menoscabo y vergüenza, mas pues que vieron que el rey lo mandaba y Amadís lo demandaba, no quisieron decir sino que se hiciese, pues así como estaban salieron de la iglesia y cabalgando llegaron al marco donde de allí adelante a ninguno ni a ninguna era dada licencia de entrar si dignos para ello no fuesen. Pues allí llegados Melicia y Olinda dijeron a sus esposos que también querían ellas probar aquella ventura, de lo cual gran alegría en los corazones de ellos vino por ver la gran lealtad en que se atrevían, pero temiendo algún revés que venir les pudiese, dijéronles que ellos estaban bien contentos y satisfechos en sus voluntades, y por lo que a ellos tocaba no tomasen en sí aquel cuidado; mas ellas dijeron que lo habían de probar, que si en otra parte estuviesen con alguna razón se podrían excusar de ello, mas allí donde ninguna bastaba no querían que pensasen que por lo que en sí habían sentido lo habían dejado.
—Pues que así es —dijeron ellos—, no podemos negar que no recibimos en ello la mayor merced que de ninguna otra cosa que venir pudiese.
Esto dijeron luego al rey Lisuarte y a los otros señores.
—¡En el nombre de Dios! —dijeron ellos—, y a él plega que sea en tal hora que con mucho placer se acreciente la fiesta en que estamos.
Así descabalgaron todos y acordaron que entrasen delante Melicia y Olinda, y así se hizo que la una tras la otra pasaron el marco, y si ningún entrevalo fueron so el arco y entraron en la casa donde Apolidón y Grimanesa estaban, y la trompeta que la imagen encima del arco tenía tañó muy dulcemente, así que todos fueron muy consolados de tal son que nunca otro tal vieran, sino aquéllos que ya lo habían visto y probado. Oriana llegó al marco y volvió el rostro contra Amadís, y paróse muy colorada y tornó luego a entrar, y en llegando a la mitad del sitio, la imagen comenzó el dulce son, y como llegó so el arco, lanzó por la boca de la trompa tantas flores y rosas en tanta abundancia que todo el campo fue cubierto de ellas, y el son fue tan dulce y tan diferenciado del que por las otras se hizo, que todos sintieron en sí gran deleite que en tanto que duraba tuvieran por bueno de no partirse de allí; mas como pasó el arco cesó luego el son. Oriana halló a Olinda y a Melicia que estaban mirando aquellas figuras y sus nombres que en jaspe hallaron escritos, y como la vieron fueron con mucho placer a ella y tomáronla entre sí por las manos y volviéronse a las imágenes, y Oriana miraba con gran afición a Grimanesa, y bien veía claramente que ninguna de aquéllas ni de las que fuera estaban era tan hermosa como ella, y mucho dudó en la prueba de la cámara que para haber de entrar en ella la había de sobrar en hermosura, y por su voluntad dejárase de la probar, que de lo del arco nunca en si puso duda, que bien sabía el secreto enteramente de su corazón como nunca fue otorgado de amar, sino a su amigo Amadís. Así estuvieron una pieza, y estuvieran más sino por ser el día tal que las esperaban, y acordaron de salirse así todas tres juntas como estaban tan contentas y tan lozanas que a los que las atendían y miraban les pareció que habían gran pieza acrecentado en sus hermosuras, y bien cuidaron que alguna de ellas era bastante para acabar la ventura de la cámara y esto causó, como digo, la gran alegría que en sí traían, que así como con ella
toda hermosura es crecida, así al contrario con la tristeza se aflige y abaja. Sus tres maridos, Amadís, Agrajes y don Bruneo, que aquella ventura habían acabado, como ya el segundo libro de esta historia os ha contado, fueron a ellas, lo cual ninguno de los que allí estaban pudieran hacer, y como a ellas llegaron la trompeta comenzó el son y a echar las flores que les daban sobre las cabezas, y abrazáronlas y besáronlas, y así todos seis se salieron.
Esto hecho, acordaron de ir a la prueba de la cámara, mas algunas había que gran recelo llevaban de lo no poder acabar. [...]
Pues luego llegó Olinda, la mesurada, trayéndola Agrajes por la mano, que le daba gran esfuerzo, aunque no con mucha esperanza que en sí tuviese que el gran amor ni afición de él a ella no le quitaba el conocimiento de ver que no igualaba a la hermosura de Grimanesa, pero bien pensó que llegaría con las más delanteras y llegando al sitio dejóla de la mano, y ella entró y fuese derechamente al padrón de cobre, y de allí pasó al de mármol, que nada sintió, mas como quiso pasar, la resistencia fue tan dura que por mucho que porfió no pudo más de una pasada pasar más adelante, y luego fue echada fuera como la otra.
Melicia entró con gentil continencia y lozano corazón, que así era ella muy lozana y muy hermosa, y pasó por los padrones ambos tanto que cuidaron todos que entraría en la cámara, y Oriana, que así lo pensó, fue toda demudada de pesar, mas llegando un paso más que Olinda, luego fue tullida y sacada sin ninguna piedad como las otras, tan desacordada como si fuera fuese, que así como más adelante entraba mucho más la pena, les era dada a cada uno en su grado, y así se hacía a los caballeros antes que a Amadís lo acabase. Las rabias que don Bruneo por ella hacía a muchos movía a piedad, mas a los que sabían el poco peligro que de allí redundaba reíanse mucho de lo ver.
Esto así hecho llevó Amadís a Oriana, en quien toda la hermosura del mundo ayuntada era, y llegó ella al sitio con pasos muy sosegados y rostro muy honesto, y santiguóse y encomendóse a Dios, y entró adelante, y sin que nada sintiese pasó los padrones, y cuando a una pasada de la cámara llegó, sintió muchas manos que la empujaban y tornaban atrás, tanto que tres veces la volvieron hasta cerca del padrón de mármol, mas ella no hacía con las sus muy hermosas manos desviarlos a un cabo y a otro, y parecióle que tomaban brazos y manos, y así con mucha porfía y gran corazón y sobre todo su gran hermosura, que muy más extremada era que la de Grimanesa, como dicho es, llegó a la puerta de la cámara muy cansada y trabó de uno de los umbrales. Entonces salió aquel brazo y mandó que Amadís tomase a ella por la una mano, y oyó más de veinte voces que muy dulcemente cantando dijeron:
—Bien venga la noble señora que por su gran beldad ha vencido la hermosura de Grimanesa y hará compaña al caballero que por ser más valiente y esforzado en armas que aquel Apolidón que en su tiempo par no tuvo, ganó el señorío, y de su generación será señoreada grandes tiempos con otros grandes señoríos que desde ella ganarán.
Entonces el brazo y la mano tiró y entró Oriana en la cámara, donde se halló tan alegre como si del mundo fuera señora, y no tanto por su hermosura como porque siendo su amigo Amadís señor de aquella ínsula, sin empacho alguno le podía hacer compaña en aquella hermosa cámara, quitando la esperanza desde allí adelante de se venir a probar ninguna por hermosa que fuese.


Además de la transformación de la novela en teatro en manos de Gil Vicente, que verás más adelante, Tragicomedia de Amadís de Gaula, ya un siglo después se escribió una versión operística, corriente que continuó hasta el siglo XX. Aquí tienes los títulos:

· Amadís de Gaula (1684) de Jean-Baptiste Lully
· Amadigi di Gaula (1715) de Georg Friedrich Händel
· Amadis de Gaule (1779) de Johann Christian Bach
· Amadis (1922) de Jules Massenet