Literatura Española del Siglo XVI

4.- Prosa del Primer Renacimiento

4.2.- El diálogo doctrinal y erasmista

4.2.2.- Alfonso de Valdés (1490-1532): Diálogo de Mercurio y Carón (1529-30)

Luciano (s.II d.C.): Diálogo de Caronte o los contempladores, fuente del diálogo de Valdés [fragmentos]

1 HERMES. — ¿De qué te ríes, Caronte? ¿Por qué, dejando a un lado la travesía, has subido a nuestra región sin estar totalmente acostumbrado a ver cómo van las cosas por aquí arriba?
CARONTE. — Mira, Hermes; es que me entraron unas ganas enormes de ver cuáles son las cosas que hay en la vida; qué es lo que hacen en ella los hombres, y de qué se ven privados todos ellos, que gimen a voz en grito cuando bajan para acá. Es que no hay ni uno que haya hecho la travesía sin llorar. Así que, tras pedirle a Hades permiso yo también, como aquel jovencito tesalio [Protesilao, resucitado], para abandonar mi barca por un solo día, he subido a la luz y me parece muy oportuno haberme topado contigo. Vas a hacerme de guía muy requetebién, y estoy convencido de que me vas a acompañar en mi camino de retorno y de que vas a enseñarme cada cosa con detalle, como buen conocedor que eres de todas ellas. [...]

Gustave Doré (1832-1883)


CARONTE. — ¡Excelente idea!, Hermes. Yo no sé nada de lo que hay sobre la tierra; soy un extranjero.
HERMES. — Ante todo, Caronte, nos conviene un lugar elevado para que desde él puedas ver todo; si fuera posible subir al cielo, no tendríamos problemas; desde una panorámica general podrías ver absolutamente todo al detalle. Pero, como no se permite a los fantasmas acceder a los dominios regios de Zeus, es hora ya que echemos un vistazo a ver si encontramos un monte alto. [...]
6 CARONTE. — Estoy viendo mucha tierra y una laguna enorme que fluye a su alrededor y montes y ríos mayores que el Cocito y el Piriflegetonte y hombres muy pequeñitos y algunas de sus madrigueras.
HERMES. — Las que tú crees sus guaridas, son ciudades.
CARONTE. — ¿Sabes, Hermes, que no hemos hecho nada sino que hemos trasladado en vano el Parnaso, con su fuente Castalia, y el Etna y los demás montes?
HERMES. — ¿Y eso por qué?
CARONTE. — Porque desde esta altura no veo nada con detalle. Necesitaría ver ciudades y montes, pero no sólo como en los mapas, sino ver a las personas, lo que hacen y lo que dicen. Como cuando, al toparte conmigo por vez primera, me viste riendo y me preguntaste de qué me reía; es que oí contar una cosa que me hizo partirme de risa.
HERMES. — ¿Y de qué se trataba?
CARONTE. — Alguien fue invitado a cenar por un amigo, al día siguiente. «Descuida que iré», dijo. Y, mientras así hablaba, le cayó del tejado una teja encima, y no sé cómo se movió que lo mató. Así que me eché a reír porque no pudo cumplir su promesa. [...]
CARONTE. — ¿Y el tal Creso, dónde está también?
HERMES. — Dirige tu vista hacia allí, hacia la gran ciudadela, la de triple muralla. Aquélla es Sardes y ya estás viendo a Creso en persona recostado en su diván de oro, charlando con el ateniense Solón. ¿Quieres que escuchemos lo que están diciendo?
CARONTE. — ¡Claro que sí!

10 CRESO. — Extranjero ateniense. Ya viste mi riqueza y mis tesoros; has visto las enormes cantidades de oro sin acuñar que tenemos y demás boato. Dime, ¿quién piensas tú que es el más feliz de todos los hombres?
CARONTE. — Oye, ¿qué va a decir Solón?
HERMES. — Tranquilo, Caronte, que no ha de ser ninguna tontería.
SOLÓN. — Creso; los felices son unos pocos. Yo, al menos, de los que conozco, pienso que los más felices son Cléobis y Bitón, los hijos de la sacerdotisa.
HERMES. — Ése alude a unos de Argos que murieron a la vez hace poco. Después de sacar en triunfo a su madre la llevaron sobre un carro ellos mismos, hasta las inmediaciones del templo.
CRESO. — Bueno, que tengan ellos el primer puesto en el escalafón de la felicidad. ¿Quién
ocuparía el segundo?
SOLÓN. — Telo, el ateniense, que llevó una vida ordenada y murió por su patria.
CRESO. — Y yo, maldito, ¿es que no te parece que soy feliz?
SOLÓN. — Aún no lo sé, Creso, hasta que no llegues al término de tu vida. La muerte es la
prueba definitiva de esos hombres, así como el llevar una existencia feliz prácticamente hasta el fin de la vida. [...]

CARONTE. — ¡Para que rías! Pero, ahora, ¿quién podría mirarlos a la cara a ellos que de forma altanera desprecian a los demás? ¿Quién podría confiar en ellos, que al cabo de poco tiempo serán prisionero el uno, y el otro tendrá la cabeza en un saco bañado de sangre? 14 Y... ¿quién es aquél, Hermes, el que va embutido en ese manto tan bien abrochado con hebillas, el que lleva la tiara, a quien el cocinero tras abrir el pez ha devuelto el anillo? En una isla bañada por el mar [Odisea, I, 50] se jacta de ser un rey.
HERMES. — Muy a colación estás trayendo los versos. Estás viendo a Polícrates, el dictador de los jonios, que cree ser plenamente feliz. Pero, él también, traicionado por Meandro, el servidor del sátrapa Oreto, que está a su lado, será crucificado, pobre de él, siendo desprovisto de su felicidad en un breve lapso de tiempo. También eso lo escuché de boca de Cloto.
CARONTE. — Me cae bien la noble Cloto. Quémalos tú, la mejor de las mujeres, corta sus cabezas y crucifícalos para que sepan que son humanos. Tan alto han subido que desde la cima más alta mucho peor será la caída. Bien me voy a reír yo entonces, al irles reconociendo a cada uno desnudo en la barquichuela, sin el vestido de púrpura, sin la tiara o sin el trono dorado.
15 HERMES. — Pues ése será su sino. ¿Estás viendo a la masa, Caronte, a los que navegan, a los que juzgan, a los campesinos, a los prestamistas, a los que piden dinero?
CARONTE. — Veo que es muy variopinta la forma de emplear el tiempo; que su vida está llena de problemas; que sus ciudades se asemejan a las colmenas en las que todo bicho tiene su propio aguijón y azuza al vecino, y tan sólo unos pocos como abejas traen y llevan lo necesario para vivir. [...]
CARONTE. — No son ampulosas, Hermes, las tumbas. Enséñame ya las ciudades famosas, de las que tanto oímos hablar ahí abajo: Nínive, la de Sardanápalo, y Babilonia y Micenas y Cleonas y la propia Ilión. Al menos, yo recuerdo haber pasado a muchos en mi barca desde allí, porque en diez años completos no ha habido que dejar la nave en tierra ni poner a secar la barca.
HERMES. — Nínive, barquero, ha perecido ya, y no queda ni rastro de ella; no podría decirse ni tan siquiera dónde estaba. Babilonia, ahí la tienes, es aquélla, la de hermosa torre, la de la gran muralla; al cabo de no mucho tiempo, será reconquistada, también ella, como Nínive. Me da vergüenza enseñarte Micenas y Cleona, y sobre todo Ilión. Bien sé que te faltará la respiración, siguiendo a Homero por la grandilocuencia de los versos. Por lo demás, antaño eran prósperas; ahora están muertas ellas también. Mueren, barquero, ciudades como mueren hombres, y lo más asombroso, también mueren ríos enteros; al menos, del Ínaco no queda en Argos ni el lecho.
24 CARONTE. — ¡Ay, ay, las loas, Homero, y las palabras, sagrada Ilion de calles anchas y Cleonas la bien fundada! Pero, cambiando de tema, ¿quiénes son aquellos que están en guerra? O ¿por qué se matan entre ellos?
HERMES. — Estás viendo, Caronte, a argivos y a lacedemonios y, como general en jefe, al semimortal Otríadas que está escribiendo el trofeo con su propia sangre.
CARONTE. — ¿Qué intereses defienden al hacer la guerra?
HERMES. — La llanura misma en la que están luchando.
CARONTE. — ¡Ay, cuánta ignorancia! no saben que, aunque cada bando capturara el Peloponeso, a duras penas encontraría un hueco para apoyar un pie a la vera de Éaco. En otra ocasión otros hombres cultivarán la llanura removiendo desde sus cimientos el trofeo con el arado.
HERMES. — Así será. Nosotros, bajando ya y poniendo en su sitio, bajo tierra, otra vez los montes, nos despediremos; yo a hacer lo que me han encargado; tú a tu barca. Enseguida me tendrás aquí al frente de una comitiva de cadáveres.
CARONTE. — Bien hiciste, Hermes; habrá quedado constancia escrita para siempre de este gran favor; gracias a ti, le he sacado partido a la visita; hay que ver cómo son los problemas de los desdichados mortales; reyes, ladrillos de oro, hecatombes, batallas; y, de Caronte, ni pío.

Olaxandr Lytovchenko (s.XIX)