5. Heradio, hombre
venerable, tenía el propósito de consagrar
a Dios a su única hija; pero el demonio,
conocedor de ese proyecto, trató de impedir que lo llevara
a cabo, haciendo que uno de los criados del piadoso varón
se enamorara apasionadamente de la doncella. Pronto el ardoroso
enamorado cayó en la cuenta de que su matrimonio
con la hija de su amo era imposible: él era siervo y
ella de condición noble; pero, dispuesto a salir adelante
en su empeño, fue a ver a un mago
y le prometió darle muchísimo dinero si con sus
artes mágicas conseguía que el matrimonio se celebrase.
El hechicero le dijo:
—Mi poder no llega a tanto; pero sí el de mi señor,
el diablo. Si quieres acudir a él yo te daré una
carta de recomendación y
te atenderá; y si sigues sus indicaciones ten por seguro
que conseguirás lo que pretendes.
—Dame esa carta —respondió el joven—.
Haré lo que tú y él queráis.
El hechicero escribió una esquela en la que le decía
al diablo: «Mi señor: movido por el mejor deseo
de cumplir diligente y solícitamente el compromiso que
contigo tengo adquirido de apartar de su religión al
mayor número posible de cristianos y de someterlos a
tu dominio para que tu partido crezca y se multiplique de día
en día, te envío a este joven que arde de amor
por una doncella. Te ruego que le ayudes, porque la solución
favorable de este caso aumentará mi prestigio y contribuirá
a que vengan otros muchos a solicitar mis servicios; con esto
aumentaré también tu partido, pues ya sabes que
a cuantos acuden a mí trato de ponerlos bajo tu bandera».
El mago cerró la carta, se la entregó al joven
y le dijo:
—Esta noche, a tal hora, te colocarás sobre la
tumba de un pagano cualquiera, llamarás al demonio arrojando
al mismo tiempo esta esquela hacia lo alto, y en seguida acudirá
mi señor y te atenderá.
El joven hizo punto por punto cuanto el hechicero le indicó,
y nada más arrojar la carta al aire, compareció
ante él Satanás rodeado de infinidad de espíritus,
leyó lo que el escrito decía y preguntó
al joven:
—¿Crees en mí? Porque si no crees no puedo
ayudarte a conseguir lo que deseas.
—Creo, señor, respondió él.
—¿Reniegas de Jesucristo?
—Reniego.
—Los cristianos sois pérfidos; acudís a
mí cuando me necesitáis, pero en cuanto conseguís
lo que buscáis me abandonáis y tornáis
a vuestro Cristo, que como es clemente os recibe y perdona.
Si quieres, pues, que te ayude a salir adelante en lo que pretendes,
es preciso que antes redactes y firmes
con tu propia mano un documento en el que expresamente
hagas constar que reniegas de tu fe en Jesucristo, de tu bautismo
y de tu condición de cristiano, y que te entregas a mí
para siempre, de por vida, y que aceptas
la condenación eterna en el día del juicio.
El joven inmediatamente redactó un escrito en el que
juraba que renunciaba a Jesucristo y se pasaba a las filas del
diablo. Cumplido este trámite,
Satanás llamó a los espíritus malignos
encargados de promover la fornicación y les mandó
que trabajasen el ánimo de la doncella hija de Heradio
y no cesasen hasta haber conseguido encender
en su corazón un amor apasionado hacia el joven
aquel. Recibida esta orden, los espíritus se marcharon
a cumplir inmediatamente la misión que les había
sido confiada por su jefe. Su éxito fue fulgurante y
rápido. La doncella comenzó a sentirse inflamada
de amor hacia el siervo de su padre, con tal violencia, que
de allí a poco se presentó ante Heradio y, postrándose
a sus pies, le dijo:
—Padre mío, ten compasión de mí,
te lo suplico. Desde hace algún tiempo vivo atormentada
por un amor irresistible hacia tu criado; demuéstrame
que eres un padre comprensivo y que me quieres de verdad, permitiéndome
que me case con él. Lo amo tan apasionadamente, que sin
él mi vida es una insoportable tortura y carece
de sentido, hasta el punto de que, si no accedes a lo que te
pido, moriré muy pronto
y tú tendrás que dar cuenta
a Dios de esta muerte en el día del juicio.
Heradio, entre clamores y gemidos, respondió:
—¡Desgraciado de mí! Pero ¿qué
le sucede a esta hija mía? ¿Quién me ha
robado el tesoro de mi corazón? ¿Quién
ha apagado la dulce luz de mis ojos? Yo
quería entregarte al esposo celestial para que esta entrega
contribuyera a mi eterna salvación y tú
me sales con la locura de fomentar en tu alma apetitos lascivos!
¡Hija mía! Deja que la cosas se hagan como las
tenía previstas. Acepta mi plan de consagrarte al Señor.
No me causes en mi vejez un dolor de esta naturaleza, que acabará
conmigo y me llevará rápidamente a la tumba.
Sin atender a estas reflexiones, la hija interrumpió
al padre, diciéndole:
—O me permites satisfacer cuanto antes mis deseos, o dentro
de poco me verás muerta.
Llorando amargamente, a gritos, como loca,
pasaba la joven sus días y sus noches. Desolado
andaba el padre por la casa, quien al cabo, cediendo a los ayes
dolorosos de su hija y a los consejos de sus amigos, con quienes
consultó el serio problema que le preocupaba, permitió
que la doncella se casara con el siervo y hasta le entregó
toda la hacienda, diciéndole:
— ¡Hija mía desgraciada!
¡Puesto que te empeñas en
ello, anda y cásate con él!
Casáronse, pues, la noble y el esclavo. Como éste
ni entraba en la iglesia, ni hacía la señal de
la cruz, ni se encomendaba a Dios, algunos, que lo notaron,
preguntaron a la esposa:
— ¿Sabes que tu marido, con quien te empeñaste
en casarte, ni acude al templo ni siquiera
es cristiano?
Ella, al comprobar que esto era cierto, asustada y postrada
en tierra comenzó a arañarse el rostro en señal
de dolor, a golpearse el pecho y a decir:
— ¡Ay, infeliz de mí! ¿Por qué
habré nacido? Y ya que nací ¿por qué
no moriría al salir del vientre de mi madre?
Después refirió a su esposo lo que de él
le habían dicho. Este le aseguró que todo aquello
era completamente falso. Mas ella le replicó:
— Si quieres que te crea, tendrás que acompañarme
mañana a la iglesia.
Ante esta intimación, el marido, comprendiendo que no
podría seguir ocultando su situación, contó
a su esposa cuanto le había ocurrido. Llena de dolor
y profundamente afligida, la recién casada fue
a ver a san Basilio y le refirió cuanto su marido
le había contado y le suplicó que los ayudara
a ella y a su esposo a salir del embrollo en que se hallaban
metidos. San Basilio llamó al esposo, oyó de sus
labios el relato de lo sucedido y luego le preguntó:
—¡Hijo! ¿Quieres volver a Dios?
—Sí señor; quiero, pero no puedo, porque
he renegado de Cristo y he entregado al demonio un documento
firmado por mí en el que hago constar que me he consagrado
definitivamente a su servicio.
El santo lo tranquiliza diciéndole:
—No te preocupes; Dios es misericordioso;
si te arrepientes y regresas a El, te perdonará.
Acto seguido, san Basilio trazó la señal de la
cruz sobre la frente del joven; luego lo recluyó en una
celda. Tres días después fue a visitarle y le
preguntó:
—¿Cómo te encuentras?
El recluso le respondió:
—Muy acobardado. No puedo soportar
los gritos que los demonios dan constantemente a mi alrededor
ni el terror que me causan con sus amenazas; a cada paso y a
cada momento me presentan el escrito que
firmé diciéndome: "nosotros
no fuimos en tu busca; fuiste tú quien acudiste
a nosotros."
—Hijo mío, —replicó el santo. —No
temas; ten confianza; y, sobre todo, cree.
San Basilio, tras confortarlo y entregarle algo de comida que
le había llevado, trazóle de nuevo sobre su frente
la señal de la cruz y se marchó, dejándole
nuevamente en la soledad de su reclusión. Pero algunas
fechas después volvió a visitarle y le preguntó:
—¡Hijo mío! ¿Cómo te va?
El recluso respondió:
—¡Padre! Ya no los veo a mi alrededor, pero desde
lejos siguen gritándome y dándome a entender que
si vuelvo con ellos me recibieran con agrado.
Dejóle el santo otra ración de comida, signóle
la frente con la cruz, salió de la celda, cerró
su puerta por fuera, se marchó y continuó orando
por él durante cuarenta días,
al cabo de los cuales hízole la tercera visita.
—¡Hijo mío!, ¿Qué tal te va?
—le preguntó.
—¡Bien!, santo Dios. Hoy he
visto la lucha que en mi favor sostenías contra el demonio
y cómo le vencías.
El obispo sacó al recluso de su celda y se lo llevó
consigo. Después reunió en la catedral al clero,
a los religiosos y al pueblo, y cuando todos estuvieron reunidos
tomó con sus manos una de las del penitente, y así
asiduos se encaminaron hacia el templo. Al llegar a la puerta
principal, ambos fueron asaltados por
Satanás y una legión de diablos. Lucifer,
invisiblemente se apoderó del joven
y comenzó a tirar fuertemente de
el para desasirlo de san Basilio.
—¡Padre mío! ¡Ayúdame! —dijo
a gritos el penitente.
Satanás tiraba de él con tanta fuerza, que en
uno de aquellos tirones arrastró
también al obispo, a quien el joven continuaba
agarrado. Entonces san Basilio se encaró con el demonio
y le dijo:
—¡Infame! ¿No te basta con tu propia perdición?
¿Por qué pretendes perder también a éste
a quien acaba de reconquistar mi Dios?
A voces, de modo que muchos de cuantos estaban en la catedral
lo oyeron, contestó el diablo:
—Te equivocas, Basilio.
Al oír esto, el público
que llenaba el templo, exclamó
a coro:
—Kyrie, eleison. (¡Señor ten piedad de nosotros!)
Basilio dijo al demonio:
—¡Que Dios te confunda!
El demonio replicó:
—¡Basilio!, repito que te equivocas; has de saber
que yo no fui tras éste,
sino que fue él quien voluntariamente me buscó
a mí, renegó de Cristo y se sometió. Tengo
la prueba de lo que digo en este documento.
Basilio le contestó:
—No cesaremos de orar hasta que nos entregues ese escrito.
Inmediatamente, san Basilio elevó sus manos hacia el
cielo y empezó a orar. De pronto el
papel se escapó de las manos
del diablo, describió una parábola en el aire
y, a la vista de todos, vino a caer en las del santo obispo,
que lo atrapó, lo mostró al joven y le preguntó:
—¿Conoces esta cédula?
—Sí; yo mismo la escribí, respondió
el interpelado.
Acto seguido san Basilio rasgó el papel, introdujo al
joven en la iglesia, lo reconcilió con Dios, hízolo
digno de participar nuevamente en los misterios sagrados, lo
instruyó convenientemente y, después de darle
algunos consejos, lo devolvió a
su esposa.
Alianza 1995