01.- Pedro Alfonso,
el primer español autor de cuentos "europeo".
La disciplina
clericalis en Europa
Cuento II.- El amigo íntegro
04.-CUENTOS de Fernán Caballero
(Fernán Caballero: La Ilustración
Española, 1875)
Los caballeros del pez
Erase vez y vez un pobre zapatero
remendón, que no ganaba nada en su oficio, y así determinó
comprar una red y meterse a pescador. Muchos días estuvo pescando,
y no sacó más que cangrejos y zapatos viejos, que cuando
era remendón no veía nunca. Al fin pensó:
-Hoy es el último día que pesco. Si nada saco, me voy
y me ahorco.
Echó las redes, y esta vez sacó en ellas a un pez de
San Pedro. Conforme tuvo en su mano el remendón al hermoso
pez, le dijo éste (que por lo visto no era tan callado como
suelen serlo los de su especie):
-Llévame a tu casa; córtame en ocho pedazos y guísame
con sal y pimienta, canela y clavo, hojas de laurel y yerbabuena.
Dale a comer dos pedazos a tu mujer, dos a tu
yegua, dos a tu perra, y los otros dos los sembrarás en tu
jardín.
El remendón hizo al pie de la letra cuanto le dijo el pescado;
tal fue la fe que le inspiraron sus palabras. De esto se deduce y
confirma un hecho eminentemente antiparlamentario
(harto sentimos no poder disimularlo), y es que los que hablan poco
inspiran más fe y confianza en sus palabras que los que hablan
mucho.
A los nueve meses parió su mujer dos niños; su yegua,
dos potros; su perra, dos cachorros, y en el jardín nacieron
dos lanzas, que por flor llevaban dos escudos, en los que se veía
un pez de plata en campo azul.
Medró todo esto en amor y compaña maravillosamente,
de manera que andando el tiempo salieron de casa del remendón
dos gallardos jinetes, montados sobre dos soberbios corceles, seguidos
de dos valientes sabuesos, con dos erguidas lanzas y dos brillantes
escudos.
Eran los hermanos tan en extremo parecidos,
que dieron en llamarlos «El Caballero Doble»; y
queriendo cada cual, como era justo, conservar su individualidad,
determinaron separarse y campar cada uno por su respeto, por lo que,
después de abrazarse estrechamente dirigiéronse el uno
al Poniente, y el otro a Levante.
Después de unos días de marcha, llegó el primero
a Madrid, y halló a la coronada
villa mezclando las amargas aguas de sus lágrimas con las puras
y dulces de su querido Manzanares.
Todo el mundo lloraba, hasta la Mariblanca de la Puerta del Sol. Nuestro
bello mancebo preguntó cuál era la causa de aquella
desolación, y supo que todos los años un fiero dragón,
hijo de una infernal vieja, se llevaba una bella joven, y que aquel
año infausto había tocado la suerte a la Princesa, buena
y bella sin segunda, hija del Rey.
Preguntó en seguida el caballero que dónde se hallaba
la Princesa, y le contestaron que a un cuarto de legua de distancia
esperaba a la fiera, que aparecía al caer las doce, para llevarse
su presa.
Fue el caballero a cerciorarse al punto indicado, y halló a
la Princesa hecha un mar de lágrimas y temblando de pies a
cabeza.
-jHuid! -gritó la Princesa al Caballero del Pez cuando le vio
llegar-. ¡Huid, temerario, que va a venir el monstruo, y si
os ve, pobre de vos!
-No me iré -contestó el bizarro caballero-, porque he
venido a salvaros.
-¿Salvarme? ¿Cómo? ¡Si esto no es posible!
-Allá veremos -contestó el valiente campeón-.
¿Hay aquí alemanes?
-Sí, señor -respondió con extrañeza la
Princesa-- ¿A qué esa pregunta?
-Ya lo sabréis.
Y echando a escape su caballo, partió para la desolada villa,
volviendo a breves instantes con un inmenso
espejo que había comprado en una tienda de alemán.
Apoyólo contra el tronco de un árbol, lo cubrió
con el velo de la Princesa, puso a esta delante, advirtiéndola
que cuando estuviese cerca la fiera descorriese el velo y se escondiese
tras el espejo, dicho lo cual hizo él otro tanto detrás
de un vallado cercano.
No tardó en aparecer el fiero dragón y en acercarse
lentamente a aquella beldad, mirándola con tal insolencia y
tal descaro, que sólo le faltaba el lente para igualar a otros
culebrones menos temibles que él. Cuando ya estaba cerca, la
Princesa, según le había prescrito el Caballero del
Pez, descorrió el velo, y pasando detrás del espejo,
desapareció a los enamorados ojos del fiero dragón,
que quedó estupefacto al hallar dirigidas sus amorosas miradas
a un dragón como él. Frunció el gesto; su igual
hizo lo mismo. Sus ojos se pusieron rojos y brillantes como dos rubíes;
no se quedaron en zaga los de su contrario, que se pusieron como dos
carbunclos. Aumentóse con esto su furor, y erizó sus
escamas como un puercoespín sus púas; las del otro dragón
hicieron otro tanto. Abrió una tremenda boca, que hubiese sido
única en su especie, a no haber sido porque el amenazado, lejos
de intimidarse, abrió otra idéntica. Furioso, se abalanzó
el dragón contra su intrépido contrario, dándose
tal calamochazo en la cabeza contra la luna, que quedó aturdido;
y como había roto el espejo, y en cada pedazo vio una de las
partes de su cuerpo, infirió de esto que con el golpe se había
hecho él mismo pedazos.
Aprovechó el caballero este momento de mareo y asombro, y saliendo
instantáneamente de su escondite, con su fiel perro y su buena
lanza, le quitó la vida, y le hubiese quitado ciento que hubiera
tenido.
Déjase pensar el júbilo y algazara de los madrileños,
que son gente alegre, cuando vieron llegar al Caballero del Pez, trayendo
a ancas a la Princesa, más contenta que unas Pascuas, y al
dragón atado a la cola del brioso corcel, que tiraba de él
tan ancho y donoso, como si hubiese sido la cola del manto de una
Orden de Caballería.
Colegíase también que tal hazaña no se podía
pagar al Caballero del Pez sino con la blanca mano de la Princesa;
que hubo boda, que hubo banquete, que hubo toros y cañas, y
que yo fui y vine y no me dieron nada.
Vamos ahora a que el esposo le dijo a la esposa algunos días
después de casados que quería ver todo el palacio, que
era tan grande que ocupaba una legua de terreno. Hízose así,
y echaron tres días en verlo. Al cuarto subieron a las azoteas.
El caballero se quedó admirado. ¡Qué vista, amigo!
Jamás has visto tú una igual, ni yo tampoco. Se veía
toda España, y hasta los moros, y al Emperador de Marruecos,
que estaba llorando por el dragón, su amigo.
-¿Qué castillo es aquel -preguntó el Caballero
del Pez- que se ve allá a lo lejos, tan solo y tan sombrío?
-Ese es -respondió la Princesa- el castillo
de Albatroz. el que está encantado, sin que nadie pueda
deshacer el hechizo, y ninguno de los que lo han intentado ha vuelto
de allá.
El caballero calló al oír estas razones; pero como era
valiente y emprendedor, a la mañanita siguiente, sin que lo
sintiese la tierra, montó su corcel, cogió su lanza,
llamó a su sabueso y se encaminó hacia el castillo.
Estaba el tal castillo que daba espeluzos mirarlo. Más sombrío
que una noche de truenos, más engestado que un facineroso y
más callado que un difunto. Pero el Caballero del Pez no conocía
el miedo sino de oídas, y no volvía la espalda sino
a los enemigos vencidos. Así, pues, tomó su corneta
o clarín y tocó una sonata.
Al toque despertaron todos los dormidos ecos del castillo y de las
peñas, que repitieron en coro, ya más cerca, ya más
lejos, ya más suave, ya más hueco, los sonidos de la
sonata. Pero en el castillo nadie se movió.
-¡Ah del castillo! -gritó el caballero-. ¿No hay
quien atienda a un caballero que pide albergue? ¿No tiene este
castillo alcaide, escudero anciano ni paje mozalbete?
-¡Vete! ¡Vete! ¡Vete! -clamaron los ecos.
-¿Que me vaya? -dijo el Caballero del Pez-. ¡Yo no retrocedo
en mis empresas por cuanto hay!
-jAy! ¡Ay! ¡Ay! -gimieron los ecos.
El caballero empuñó su lanza y dio un fuerte golpe contra
la puerta.
Abrióse entonces el rastrillo, y asomóse la punta de
una larga nariz, que sentaba sus reales entre los hundidos ojos y
la hundida boca de una vieja más fea que el Mengue.
-¿Qué se ofrece, imprudente alborotador? -preguntó
con voz cascada.
-Entrar -contestó el caballero-. ¿No puedo acaso gozar
aquí algún descanso en esta tarde de estío? ¿Sí
o no?
-No, no, no -dijeron los ecos.
Había levantado el caballero su visera, porque era fuerte el
calor, y al verlo la vieja tan bien parecido, le dijo:
-Pasad adelante, bello doncel, que seréis atendido y bien cuidado.
-¡Cuidado! ¡Cuidado! -advirtieron los ecos.
Pero el caballero entró diciendo:
-¡Yo no temo sino a Dios!
-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós! -suspiraron
los ecos.
-Vamos, madre anciana...
-Me llamo doña Berberisca -interrumpió
la vieja, muy amostazada, al caballero-, y soy señora de Albatroz.
-¡Atroz! ¡Atroz! -le gritaron los ecos.
-¿Queréis callar, malditos vocingleros? -exclamó
con coraje doña Berberisca-. Soy vuestra servidora -prosiguió,
haciendo una cortesía a la francesa al caballero-, y si queréis
seré vuestra esposa, y viviréis conmigo aquí
como un bajá.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -rieron los ecos.
-¿Que me case con vos, que tenéis cien años?
Estáis loca, y tonta también.
-Bien, bien -dijeron los ecos.
-Lo que quiero -prosiguió el caballero- es registrar el castillo,
e irme después que haga ese examen.
-¡Amén! ¡Amén! -suspiraron en latín
los ecos.
Doña Berberisca, picada hasta el corazón, echó
una torva mirada al Caballero del Pez, e intimándole que la
siguiese, le enseñó todo el castillo, en el que vio
muchas cosas; pero no las pudo referir, porque la picara Berberisca
lo llevó por un callejón oscuro, en que había
una trampa, en la que cayó y desapareció en un abismo,
y su voz se fue con los ecos, que eran las voces
de otros muchos bizarros y cumplidos caballeros, que la picara
Berberisca había castigado de la misma manera por haber despreciado
sus venerables hechizos.
Vamos ahora al otro Caballero del Pez, que había seguido viajando,
y que vino a parar a Madrid. Al entrar por las puertas de ésta,
los soldados se formaron, los tambores batieron marcha real y muchos
criados de Palacio le rodearon, diciéndole que la Princesa
se deshacía en lágrimas al ver lo que se había
prolongado su ausencia, temiendo le hubiese acaecido alguna desgracia
en el maldito castillo encantado de Albatroz.
-Preciso es -pensó el caballero- que me tengáis por
mi hermano, a quien parece que tan buena suerte ha cabido. Callemos,
y veamos en qué vienen a parar estas misas.
Lleváronle casi en triunfo al palacio, y fácil es hacerse
cargo de los cariños y obsequios de que fue objeto por parte
del Rey y de la Princesa.
-¿Conque fuiste al castillo? -preguntaba éste.
-Sí, sí -contestaba.
-¿Y qué viste?
-No me es permitido decir una palabra sobre ello, hasta que vuelva
allá otra vez.
-¿Piensas acaso volver a ese maldito castillo, tú, único
y solo que jamás haya vuelto de él?
-Me precisa.
Cuando se fueron a acostar puso el caballero
su espada en la cama.
-¿Por qué haces eso? -preguntó la Princesa.
-Porque he hecho promesa de no acostarme hasta que vuelva otra vez
de Albatroz.
Y al día siguiente montó su bridón y se encaminó
hacia el castillo encantado, temiendo que alguna desgracia le hubiese
sucedido a su hermano.
Llamó al castillo, y se asomaron luego al rastrillo las fieras
narices de la vieja, que parecía un pez-espada. Pero apenas
hubo visto la vieja al caballero, cuando sus narices se pusieron lívidas,
porque le pareció que los muertos resucitaban, y huyó,
invocando al objeto de su devoción, Belzebut, haciéndole
promesa de comer cuantas peras y manzanas le presentase si la libertaba
de aquella visión de carne y hueso, salida de la mansión
de los muertos.
-Señora senectud -le gritaba el recién llegado-, ¿no
ha venido por acá un caballero que viste así?
-Sí, sí, sí -respondieron los ecos.
-¿Y qué habéis hecho con ese caballero tan cumplido,
tan rematado?
-¡Matado! ¡Matado! -gimieron los ecos.
Al oír esto y al ver a la vieja que huía, el Caballero
del Pez no fue dueño de sí; corrió tras ella
y la atravesó con su espada de parte a parte, quedándose
clavada en la espada; y como hacía mucho viento, y era la vieja
muy delgada y ligera, se puso a girar, dando vueltas en la punta de
la espada como un volador.
-¿Dónde está mi hermano, vieja traidora y falaz,
hechicera del diablo? -preguntaba el caballero.
-Yo os lo diré -respondió la bruja-. Pero como voy a
morir, y estoy mareada de las vueltas que doy mal de mi grado, no
lo diré hasta que me hayáis resucitado.
-¿Y cómo he de hacer yo ese mal milagro, pérfida
bruja?
-Id al jardín -respondió la vieja-, cortad siemprevivas,
eternas, moco de pavo y sangre de dragón; haced con estas flores
un cocimiento en la caldera y preparad con él un baño,
en el que me meteréis.
Y diciendo esto, la vieja se murió sin decir Jesús.
Hizo el caballero todo como se lo había prescrito la vieja,
la que, efectivamente, resucitó, y más fea que antes,
porque sus narices, que no cupieron en el caldero, se quedaron muertas
y tan blancas, que parecían un colmillo de elefante.
Díjole entonces al caballero dónde estaba su hermano.
Bajó al abismo, en que halló
a este y a otras muchas víctimas de la picara Berberisca, y
las fue metiendo una tras otra en el caldero, y todas iban
resucitando; y conforme resucitaban venía alegre el
eco, que era su voz, tomando posesión de sus gargantas, y lo
primero que decían era:
-¡Maldita vieja! ¡Berberisca sin piedad! ¡Malvada
sin entrañas!
Lo que hizo con estos hidalgos hizo el caballero con muchas
bellas jóvenes que se había llevado el dragón,
que era hijo de la vieja, y cada cual de ellas daba gracias al Caballero
del Pez, y su mano a uno de los hidalgos resucitados; y la picara
Berberisca, al ver esto, se volvió a morir de envidia y de
coraje.