05.-Cervantes: LA GALATEA.- "Historia
de Timbrio y Silerio" (Libros 2 y 3) [Fragmentos]
Libro 2
[...] Con un profundo sospiro
dio fin al lastimado canto el recogido mozo que dentro de la ermita
estaba. Y, sintiendo los pastores que adelante no procedía,
sin detenerse más, todos juntos entraron en ella, donde
vieron a un cabo, sentado encima de una dura piedra, a un dispuesto
y agraciado mancebo, al parecer de edad de
veinte y dos años, vestido de un tosco buriel con
los pies descalzos y una áspera soga ceñida al cuerpo,
que de cordón le servía. Estaba con la cabeza inclinada
a un lado, y la una mano asida de la parte de la túnica
que sobre el corazón caía, y el otro brazo a la
otra parte flojamente derribado. Y, por verle desta manera, y
por no haber hecho movimiento al entrar de los pastores, claramente
conocieron que desmayado estaba, como era la verdad, porque la
profunda imaginación de sus miserias, muchas veces a semejante
término le conducía. Llegóse a él
Erastro, y, trabándole recio del brazo, le hizo volver
en sí, aunque tan desacordado que parecía que de
un pesado sueño recordaba, las cuales muestras de dolor
no pequeño le causaron a los que le veían, y luego
Erastro le dijo:
-¿Qué es esto, señor? ¿Qué
es lo que siente vuestro fatigado pecho? No dejéis de decirlo,
que presentes tenéis quien no rehusará fatiga alguna
por dar remedio a la vuestra.[...]
A este tiempo, todos los demás pastores le rogaron que
la ocasión de su tristeza les contase, especialmente Tirsi,
que con eficaces razones le persuadió, y dio a entender
que no hay mal en esta vida que con ella su remedio no se alcanzase,
si ya la muerte, atajadora de los humanos discursos, no se opone
a ellos. Y a esto añadió otras palabras que al obstinado
mozo movieron a que con la suyas hiciese satisfechos a todos de
lo que dél saber deseaban.[...] y luego el lastimado ermitaño,
con muestras de mucho dolor, desta manera al
cuento de sus miserias dio principio:
-«En la antigua y famosa
ciudad de Jerez, cuyos moradores
de Minerva y Marte son favorescidos, nasció Timbrio, un
valeroso caballero, del cual, si sus virtudes y generosidad de
ánimo hubiese de contar, a difícil empresa me pondría.
Basta saber que, no sé si por la mucha bondad suya o por
la fuerza de las estrellas, que a ello me inclinaban, yo procuré,
por todas las vías que pude, serle particular amigo, y
fueme el cielo en esto tan favorable que, casi olvidándose
a los que nos conoscían el nombre de Timbrio y el de Silerio
-que es el mío-, solamente los dos
amigos nos llamaban, haciendo nosotros, con nuestra continua
conversación y amigables obras, que tal opinión
no fuese vana.
»Desta suerte los dos, con increíble gusto y contento,
los mozos años pasábamos, ora en el campo en el
ejercicio de la caza, ora en la ciudad en el del honroso Marte
entreteniéndonos, hasta que un día, de los muchos
aciagos que el enemigo tiempo en el discurso de mi vida me ha
hecho ver, le sucedió a mi amigo Timbrio una pesada pendencia
con un poderoso caballero, vecino de la mesma ciudad. Llegó
a término la quistión que el caballero quedó
lastimado en la honra, y a Timbrio fue forzoso
ausentarse, por dar lugar a que la furiosa discordia cesase
que entre los dos parentales se comenzaba a encender, dejando
escrita una carta a su enemigo, dándole aviso que le hallaría
en Italia, en la ciudad de Milán o de Nápoles, todas
las veces que, como caballero, de su agravio satisfacerse quisiese.
Con esto cesaron los bandos entre los parientes de entrambos,
y ordenóse que a igual y mortal batalla el ofendido caballero,
que Pransiles se llamaba, a Timbrio desafiase, y que, en hallando
campo seguro para la batalla, se avisase a Timbrio. Ordenó
más mi suerte: que al tiempo que esto sucedió yo
me hallase tan falto de salud, que apenas del lecho levantarme
podía, y por esta ocasión se me pasó la de
seguir a mi amigo dondequiera que fuese, el cual al partir se
despidió de mí con no pequeño descontento,
encargándome que, en cobrando fuerzas, le buscase, que
en la ciudad de Nápoles le hallaría. Y así,
se partió, dejándome con más pena que yo
sabré agora significaros. Mas, al cabo de pocos días,
pudiendo en mí más el deseo que de verle tenía,
que no la flaqueza que me fatigaba, me puse luego en camino; y,
para que con más brevedad y más seguro le hiciese,
la ventura me ofreció la comodidad de cuatro galeras que
en la famosa Isla de Cádiz, de partida para Italia, prestas
y aparejadas estaban. Embarquéme en una dellas, y, con
próspero viento, en tiempo breve, las
riberas catalanas descubrimos; y, habiendo dado fondo en
un puerto dellas, yo, que algo fatigado de la mar venía,
asegurado primero de que por aquella noche las galeras de allí
no partirían, me desembarqué con solo un amigo y
un criado mío. Y no creo que debía de ser la media
noche, cuando los marineros y los que a cargo las galeras llevaban,
viendo que la serenidad del cielo calma o próspero viento
señalaba, por no perder la buena ocasión que se
les ofrecía, a la segunda guardia hicieron la señal
de partida, y, zarpando las áncoras, dieron con mucha presteza
los remos al sesgo mar y las velas al sosegado viento. Y fue,
como digo, con tanta diligencia hecho que, por mucha que yo puse
para volver a embarcarme, no fui a tiempo; y así, me hube
de quedar en la marina con el enojo que podrá considerar
quien por semejantes y ordinarios casos habrá pasado, porque
quedaba mal acomodado de todas las cosas que para seguir mi viaje
por tierra eran necesarias. Mas, considerando que, de quedarme
allí, poco remedio se esperaba, acordé de volverme
a Barcelona, adonde, como ciudad más grande, podría
ser hallar quien me acomodase de lo que me faltaba, correspondiendo
a Jerez o a Sevilla con la paga dello.
»Amanecióme en estos pensamientos, y, con determinación
de ponerlos en efecto, aguardaba a que el día más
se levantase; y, estando a punto de partirme, sentí un
grande estruendo por la tierra y que toda la gente corría
a la calle más principal del pueblo, y, preguntando a uno
qué era aquello, me respondió: “Llegaos, señor,
aquella esquina, que a voz de pregonero sabréis lo que
deseáis”. Hícelo así, y lo primero
en que puse los ojos fue en un alto crucifijo y en mucho tumulto
de gente, señales que alguno sentenciado a muerte entre
ellos venía, todo lo cual me certificó la voz del
pregonero, que declaraba que, por haber
sido salteador y bandolero, la justicia mandaba ahorcar un hombre,
que, como a mí llegó, luego conocí que era
el mi buen amigo Timbrio, el cual venía a pie, con
unas esposas a las manos y una soga a la garganta, los ojos enclavados
en el crucifijo que delante llevaba, diciendo y protestando a
los clérigos que con él iban, que por la estrecha
cuenta que pensaba dar en breves horas al verdadero Dios, cuyo
retrato delante los ojos tenía, que nunca en todo el discurso
de su vida había cometido cosa por donde públicamente
meresciese rescebir tan ignominiosa muerte; y que a todos rogaba
rogasen a los jueces le diesen algún término para
probar cuán inocente estaba de lo que le acusaban.
»Considérese aquí, si tanto la consideración
pudo levantarse, cuál quedaría yo al horrendo espectáculo
que a los ojos se me ofrecía. No sé qué os
diga, señores, sino que quedé tan embelesado y fuera
de mí, y de tal modo quedé ajeno de todos mis sentidos,
que una estatua de mármol debiera de parecer a quien en
aquel punto me miraba. Pero ya que el confuso rumor del pueblo,
las levantadas voces de los pregoneros, las lastimosas palabras
de Timbrio y las consoladoras de los sacerdotes, y el verdadero
conocimiento de mi buen amigo, me hubieron vuelto de aquel embelesamiento
primero, y la alterada sangre acudió a dar ayuda al desmayado
corazón, y despertado en él la cólera debida
a la notoria venganza de la ofensa de Timbrio, sin mirar al peligro
que me ponía, sino al de Timbrio, por
ver si podía librarle, o seguirle hasta la otra vida, con
poco temor de perder la mía, eché mano a la espada,
y con más que ordinaria furia entré por medio de
la confusa turba, hasta que llegué adonde Timbrio iba,
el cual, no sabiendo si en provecho suyo tantas espadas se habían
desenvainado, con perplejo y angustiado ánimo, estaba mirando
lo que pasaba, hasta que yo le dije: “¿Adónde
está, ¡oh Timbrio!, el esfuerzo de tu valeroso pecho?
¿Qué esperas, o qué aguardas? ¿Por
qué no te favoreces de la ocasión presente? Procura,
¡oh verdadero amigo!, salvar tu vida,
en tanto que esta mía hace escudo a la sinrazón
que, según creo, aquí te es hecha”. Estas
palabras mías y el conocerme Timbrio, fue parte para que,
olvidado todo temor, rompiese las ataduras o esposas de las manos;
mas todo su ardimiento fuera poco si los sacerdotes, de compasión
movidos, no ayudaran su deseo, los cuales, tomándole en
peso, a pesar de los que estorbarlo querían, se entraron
con él en una iglesia que allí junto estaba, dejándome
a mí en medio de toda la justicia, que con grande instancia
procuraba prenderme, como al fin
lo hizo, pues a tantas fuerzas juntas no fue poderosa la sola
mía de resistirlas. Y, con más ofensas que, a mi
parecer, mi pecado merescía, a la cárcel pública,
herido de dos heridas, me llevaron.
»El atrevimiento mío, y el haberse escapado Timbrio,
augmentó mi culpa y el enojo en los jueces, los cuales,
condenando bien el exceso por mí cometido, pareciéndoles
ser justo que yo muriese, y luego
luego, la cruel sentencia pronunciaron, y para otro día
guardaban la ejecución. Llegó a Timbrio esta triste
nueva allá en la iglesia donde estaba, y, según
yo después supe, más alteración le dio mi
sentencia que le había dado la de su muerte; y, por librarme
della, de nuevo se ofrecía a entregarse
otra vez en poder de la justicia, pero los sacerdotes le
aconsejaron que servía de poco aquello, antes era añadir
mal a mal y desgracia a desgracia, pues no sería parte
el entregarse él para que yo fuese suelto, pues no lo podía
ser sin ser castigado de la culpa cometida. No fueron menester
pocas razones para persuadir a Timbrio no se diese a la justicia;
pero sosegóse con proponer en su ánimo de hacer
otro día por mí lo que yo por él había
hecho, por pagarme en la mesma moneda, o
morir en la demanda. De toda su intención fui avisado
por un clérigo que a confesarme vino, con el cual le envié
a decir que el mejor remedio que mi desdicha podía tener
era que él se salvase, y procurase que, con toda brevedad,
el virrey de Barcelona supiese todo el suceso antes que la justicia
de aquel pueblo la ejecutase en él. Supe también
la causa por que a mi amigo Timbrio llevaban al amargo suplicio,
según me contó el mesmo sacerdote que os he dicho;
y fue que, viniendo Timbrio caminando por el reino de Cataluña,
a la salida de Perpiñán, dieron con él una
cantidad de bandoleros, los cuales tenían por señor
y cabeza a un valeroso caballero catalán, que por ciertas
enemistades andaba en la compañía [Roque
Guinart, en El Quijote] [...]
»Estábase Timbrio
en la iglesia, y yo en la cárcel, ordenando de partirse
aquella noche a Barcelona; y yo, que esperando estaba en qué
pararía la furia de los ofendidos jueces, [cuando] con
otra mayor desventura suya, Timbrio y yo de la nuestra fuimos
librados. Mas, ¡ojalá fuera servido el cielo que
en mí solo se ejecutara la furia de su ira, con tal que
la alzaran de aquel pequeño y desventurado pueblo, que
a los filos de mil bárbaras espadas tuvo puesto el miserable
cuello! Poco más de media noche sería, hora acomodada
a facinorosos insultos, y en la cual la trabajada gente suele
entregar los trabajados miembros en brazos del dulce sueño,
cuando improvisamente por todo el pueblo se levantó una
confusa vocería, diciendo: “¡Al arma, al arma,
que turcos hay en tierra!”[...]
Y, viendo que no había
quien hiciese rostro a los enemigos, por no venir a su poder ni
tornar al de la prisión, desamparando el consumido pueblo,
con no pequeño dolor de lo que había visto y con
el que mis heridas me causaban, seguí a un hombre que me
dijo que seguramente me llevaría a un monasterio que en
aquellas montañas estaba, donde de mis llagas sería
curado, y aun defendido si de nuevo prenderme quisiesen. Seguíle,
en fin, como os he dicho, con deseo de saber qué habría
hecho la Fortuna de mi amigo Timbrio, el cual, como después
supe, con algunas heridas se había escapado y seguido por
la montaña otro camino diferente del que yo llevaba; vino
a parar al puerto de Rosas, donde estuvo algunos días,
procurando saber qué suceso habría sido el mío,
y que, en fin, sin saber nuevas algunas, se partió en una
nave y con próspero viento llegó a la gran ciudad
de Nápoles. Yo volví a Barcelona, y allí
me acomodé de lo que menester había; y después,
ya sano de mis heridas, torné a seguir mi viaje, y, sin
sucederme revés alguno, llegué a Nápoles,
donde hallé enfermo a Timbrio; y fue tal el contento que
en vernos los dos recibimos, que no me siento con fuerzas para
encarecérosle por agora.
»Allí nos dimos cuenta de nuestras vidas y de todo
aquello que hasta aquel momento nos había sucedido; pero
todo este placer mío se aguaba con el ver a Timbrio no
tan bueno como yo quisiera; antes, tan malo, y de una enfermedad
tan estraña, que si yo a aquella sazón no llegara,
pudiera llegar a tiempo de hacerle las obsequias de su muerte
y no solemnizar las alegrías de su vista. Después
que él hubo sabido de mí todo lo que quiso, con
lágrimas en los ojos, me dijo: “¡Ay, amigo
Silerio, y cómo creo que el cielo procura cargar la mano
en mis desventuras, para que, dándome la salud por la vuestra,
quede yo cada día con más obligación de serviros!”
Palabras fueron estas de Timbrio que me enternecieron; mas, por
parecerme de comedimientos, tan poco usados entre nosotros, me
admiraron. Y, por no cansaros en deciros punto por punto lo que
yo le respondí y lo que él más replicó,
sólo os diré que el desdichado
de Timbrio estaba enamorado de una señora principal
de aquella ciudad, cuyos padres eran españoles, aunque
ella en Nápoles había nascido. Su nombre era Nísida
y su hermosura tanta, que me atrevo a decir que la naturaleza
cifró en ella el estremo de sus pe[r]fectiones; y andaban
tan a una en ella la honestidad y belleza, que lo que la una encendía
la otra enfriaba [Garcilaso], y los
deseos que su gentileza hasta el más subido cielo levantaba,
su honesta gravedad hasta lo más bajo de la tierra abatía.
A esta causa estaba Timbrio tan pobre de esperanza, cuan rico
de pensamientos, y sobre todo falto de salud,
y en términos de acabar la vida sin descubrirlos: tal
era el temor y reverencia que había cobrado a la hermosa
Nísida. Pero, después que tuve bien conocida su
enfermedad y hube visto a Nísida, y considerado la calidad
y nobleza de sus padres, determiné de posponer por él
la hacienda, la vida y la honra, y más si más tuviera
y pudiera. Y así, usé de un artificio, el más
estraño que hasta hoy se habrá oído ni leído;
y fue que acordé de vestirme como
truhán y con una guitarra entrarme en casa de Nísida,
que por ser, como ya he dicho, sus padres de los principales de
la ciudad, de otros muchos truhanes era continuada. Parecióle
bien este acuerdo a Timbrio, y resignó luego en las manos
de mi industria todo su contento. Hice yo hacer luego muchas y
diferentes galas, y, en vistiéndome, comencé a ensayarme
en el nuevo oficio delante de Timbrio, que no poco reía
de verme tan truhanamente vestido; y, por ver si la habilidad
correspondía al hábito, me dijo que, haciendo cuenta
que él era un gran príncipe y que yo de nuevo venía
a visitarle, le dijese algo. Y si yo no me acuerdo mal, y si vosotros,
señores, no os cansáis de escucharme, diréos
lo que entonces le canté, con ser la primera vez.»[...]
»Estas y otras cosas de más risa y juego canté
entonces a Timbrio, procurando acomodar el brío y donaire
del cuerpo a que en todo diese muestras de ejercitado truhán;
y salí tan bien con ello que en pocos días fui conocido
de toda la más gente principal de la ciudad; y la fama
del truhán español por toda ella volaba, hasta tanto
que ya en casa del padre de Nísida me deseaban ver, el
cual deseo les cumpliera yo con mucha facilidad, si de industria
no aguardara a ser rogado. Mas, en fin, no me pude escusar que
un día de un banquete allá no fuese, donde vi más
cerca la justa causa que Timbrio tenía de padecer, y la
que el cielo me dio para quitarme el contento todos los días
que en esta vida durare. Vi a Nísida,
a Nísida vi, para no ver más, ni hay más
que ver después de haberla visto. ¡Oh fuerza
poderosa de amor, contra quien valen poco las poderosas nuestras!
¿Y es posible que en un punto, en un momento, los reparos
y pertrechos de mi lealtad pusieses en términos de dar
con todos ellos por tierra? ¡Ay, que si se tardara un poco
en socorrerme la consideración de quien yo era, la amistad
que a Timbrio debía, el mucho valor de Nísida, el
afrentoso hábito en que me hallaba [...]; que todo era
impedimento a que, con el nuevo y amoroso deseo que en mí
había nascido, no nasciese también la esperanza
de alcanzarla, que es el arrimo con que el amor camina o vuelve
atrás en los enamorados principios![...]
Pero ya que los muchos días
y la mucha conversación mía, y la grande amistad
que todos los de aquella casa me mostraban, hubieron quitado algunas
sombras al demasiado temor que de descubrir mi intento a Nísida
tenía, determiné ver a do llegaba la ventura de
Timbrio, que sólo de mi solicitud la esperaba. Mas, ¡ay
de mí!, que yo estaba entonces más para pedir medicina
para mi llaga que salud para la ajena, porque el donaire, belleza,
discreción, gravedad de Nísida, habían hecho
en mi alma tal efecto, que no estaba en menos estremo de dolor
y de amor puesta que la del lastimado Timbrio. A vuestra consideración
discreta dejo el imaginar lo que podía sentir un corazón
a quien de una parte combatían las leyes de la amistad,
y de otra las inviolables de Cupido; porque si las unas
le obligaban a no salir de lo que ellas y la razón le pedían,
las otras le forzaban que tuviese cuenta con lo que a su contento
era obligado.
»Estos sobresaltos y combates me apretaban de manera que,
sin procurar la salud ajena, comencé a dudar de la propria
y a ponerme tan flaco y amarillo que causaba general compasión
a todos los que me miraban; y los que más la mostraban
eran los padres de Nísida; y aun ella mesma, con limpias
y cristianas entrañas, me rogó muchas veces que
la causa de mi enfermedad le dijese, ofreciéndome todo
lo necesario para el remedio della. “¡Ay -decía
yo entre mí cuando Nísida tales ofrecimientos
me hacía-, y con cuánta facilidad, hermosa Nísida,
podría remediar vuestra mano el mal que vuestra hermosura
ha hecho! Pero préciome tanto de
buen amigo que, aunque tuviese tan cierto mi remedio como le tengo
por imposible, imposible sería que le acetase”.
Y, como estas consideraciones en aquellos instantes me turbasen
la fantasía, no acertaba a responder a Nísida cosa
alguna, de lo cual ella y otra hermana suya, que Blanca se llamaba,
de menos años, aunque no de menos discreción y hermosura
que Nísida, estaban maravilladas; y con más deseo
de saber el origen de mi tristeza, con muchas importunaciones
me rogaban que nada de mi dolor les encubriese. Viendo, pues,
yo que la ventura me ofrecía la comodidad de poner en efecto
lo que hasta aquel punto mi industria había fabricado,
una vez que, acaso, Nísida y su hermana solas se hallaban,
tornando ellas de nuevo a pedirme lo que tantas veces, les dije:
“No penséis, señoras, que el silencio que
hasta agora he tenido en no deciros la causa de la pena que imagináis
que siento lo haya causado tener yo poco deseo de obedeceros,
pues ya se sabe que si algún bien mi abatido estado en
esta vida tiene, es haber granjeado con él venir a términos
de conoceros y como criado serviros; sólo ha sido la causa
imaginar que, aunque la descubra, no servirá para más
de daros lástima, viendo cuán lejos está
el remedio della. Pero, ya que me es forzoso satisfaceros en esto,
sabréis, señoras, que en esta ciudad está
un caballero natural de mi mesma patria, a quien tengo por señor,
por amparo y por amigo, el más liberal, discreto y gentilhombre
que en gran parte hallarse pueda, el cual está aquí
ausente de la amada patria por ciertas quistiones que allá
le sucedieron, que le forzaron a venir a esta ciudad, creyendo
que si allá en la suya dejaba enemigos, acá en la
ajena no le faltarán amigos; más hale salido tan
al revés su pensamiento, que un solo enemigo, que él
mesmo, sin saber cómo, aquí se ha procurado, le
tiene puesto en tal estremo, que si el cielo no le socorre, con
acabar la vida acabará sus amistades y enemistades. Y como
yo conozco el valor de Timbrio -que este es el nombre del caballero
cuya desgracia os voy contando-, y sé lo que perderá
el mundo en perderle, y lo que yo perderé
si le pierdo, doy las muestras de sentimiento que habéis
visto, y aun son pocas, según a lo que me obliga el peligro
en que Timbrio está puesto. Bien sé que desearéis
saber, señoras, quién es el enemigo que a tan valeroso
caballero, como es el que os he pintado, tiene puesto en tal estremo;
pero también sé que, en diciéndoosle, no
os maravillaréis sino de cómo ya no le tiene consumido
y muerto. Su enemigo es amor, universal
destruidor de nuestros sosiegos y bienandanzas. Este fiero enemigo
tomó posesión de sus entrañas. En entrando
en esta ciudad, vio Timbrio una hermosa dama, de singular valor
y hermosura, mas tan principal y honesta que jamás el miserable
se ha aventurado a descubrirle su pensamiento”.
»A este punto llegaba yo cuando Nísida
me dijo: “Por cierto, Astor -que entonces era este el nombre
mío-, que no sé yo si crea que ese caballero sea
tan valeroso y discreto como dices, pues tan fácilmente
se ha dejado rendir a un mal deseo tan recién nacido, entregándose
tan sin ocasión alguna en los brazos de la desesperación.
Y, aunque a mí se me alcanza poco destos amorosos efectos,
todavía me parece que es simplicidad
y flaqueza dejar, el que se vee fatigado dellos, de descubrir
su pensamiento a quien se le causa, puesto que sea del
valor que imaginar se puede; porque, ¿qué
afrenta se le puede seguir a ella de saber que es bien querida,
o a él qué mayor mal de su aceda y desabrida respuesta,
que la muerte que él mesmo se procura callando? Y no sería
bien que por tener un juez fama de riguroso, dejase alguno de
alegar de su derecho. Pero pongamos que sucede la muerte de un
amante tan callado y temeroso como ese tu amigo; dime, ¿llamarías
tú cruel a la dama de quien estaba enamorado? No, por cierto;
que mal puede remediar nadie la necesidad que no llega a su noticia,
ni cae en su obligación procurar saberla para remediarla.
Así que, Astor, perdóname, que las obras de ese
tu amigo no hacen muy verdaderas las alabanzas que le das”.[...]
Yo quise, quiero
y querré bien a Nísida, tan sin ofensa de Timbrio
cuanto lo ha mostrado bien mi cansada lengua, que jamás
la habló que en favor de Timbrio no fuese, encubriendo
siempre, con más que ordinaria discreción, la pena
propria por remediar la ajena.
»Sucedió, pues, que, como la belleza de Nísida
tan esculpida en mi alma quedó desde el primer punto que
mis ojos la vieron, no pudiendo tener mi pecho tan rico tesoro
encubierto, cuando solo o apartado alguna vez me hallaba, con
algunas amorosas y lamentables canciones le descubría con
velo de fingido nombre. Y así, una noche, pensando que
ni Timbrio ni otro alguno me escuchaba, por dar alivio un poco
al fatigado espíritu, en un retirado aposento, sólo
de un laúd acompañado, canté unos versos,
que, por haberme puesto en una confusión gravísima,
os los habré de decir, que eran éstos:
SILERIO
»¿Qué laberinto
es éste do se encierra
mi loca, levantada fantasía?
¿Quién ha vuelto mi paz en cruda guerra,
y en tal tristeza toda mi alegría?
¿O cuál hado me trujo a ver la tierra
qu’ha de servir de sepoltura mía,
o quién reducirá mi pensamiento
al término que pide un sano intento?
»Si por romper este mi frágil pecho
y despojarme de la dulce vida,
quedase el suelo y cielo satisfecho
de que a Timbrio guardé la fe debida,
sin que me acobardara el crudo hecho,
yo fuera de mí mesmo el homicida;
mas si yo acabo, en él acaba luego
la amorosa esperanza y cresce el fuego.[...]
»Silencio eterno a mi cansada lengua
pondrá la ley de la amistad sincera,
por cuya sin igual virtud desmengua
la pena que acabar jamás espera;
mas, aunque nunca acabe y ponga en mengua
la honra y la salud, será cual era
mi limpia fe: más firme y contrastada
que roca en medio de la mar airada.
»Del humor que derraman estos ojos
y de la lengua el pïadoso oficio,
del bien que se le debe a mis enojos
y de la voluntad el sacrificio,
lleve los dulces premios y despojos
el caro amigo, y muéstrese propicio
el cielo a mi deseo, que pretende
el bien ajeno y a sí mismo ofende.[...]
»El estar tan trasportado en mis continuas
imaginaciones fue ocasión para que yo no tuviese cuenta
en cantar estos versos que he dicho con tan baja voz como debiera,
ni el lugar do estaba era tan escondido que estorbara que de Timbrio
no fueran escuchados, el cual, así como los oyó,
le vino al pensamiento que el mío no estaba libre de amor,
y que si yo alguno tenía, era a Nísida, según
se podía colegir de mi canto. Y, aunque él alcanzó
la verdad de mis pensamientos, no alcanzó la de mis deseos;
antes, entendiendo ser al contrario de lo que yo pensaba, determinó
de ausentarse aquella mesma noche e irse
adonde de ninguno fuese hallado, sólo por dejarme comodidad
de que solo a Nísida sirviese. Todo esto supe yo
de un paje suyo, sabidor de todos sus secretos, el cual vino a
mí muy angustiado y me dijo: “Acudid, señor
Silerio, que Timbrio, mi señor y vuestro amigo, nos quiere
dejar y partirse esta noche, y no me ha dicho adónde, sino
que le apareje no sé qué dineros, y que a nadie
diga que se parte. Principalmente me dijo que a vos no lo dijese.
Y este pensamiento le ha venido después que estuvo escuchando
no sé qué versos que poco ha cantábades,
y, según los extremos que le he visto hacer, creo que va
a desesperarse. Y, por parecerme que debo antes acudir a su remedio
que a obedecer su mandado, os lo vengo a decir, como a quien puede
ser parte para que no ponga en efecto tan dañado propósito”.
»Con extraño sobresalto escuché lo que el
paje me decía, y fui luego a ver a Timbrio
a su aposento, y, antes que dentro entrase, me paré a ver
lo que hacía, el cual estaba tendido encima de su lecho
boca abajo, derramando infinitas lágrimas, acompañadas
de profundos sospiros, y con baja voz y mal formadas razones me
pareció que éstas decía: “Procura,
verdadero amigo Silerio, alcanzar
el fruto que tu solicitud y trabajo tiene bien merescido, y no
quieras, por lo que te parece que debes
a mi amistad, dejar de dar gusto a tu deseo, que yo refrenaré
el mío, aunque sea con el medio extremo de
la muerte, que, pues tú della me libraste, cuando
con tanto amor y fortaleza al rigor de mil espadas te ofreciste,
no es mucho que yo agora te pague en parte tan buena obra con
dar lugar a que, sin el impedimento que mi presencia causarte
puede, goces de aquélla en quien cifró el cielo
toda su belleza y puso el amor todo mi contento. De una sola cosa
me pesa, dulce amigo, y es que no
puedo despedirme de ti en esta amarga partida; mas, admite por
disculpa el ser tú la causa della. ¡Oh Nísida,
Nísida, y cuán cierto está de tu hermosura,
que se ha de pagar la culpa del que se atreve a mirarla con la
pena de morir por ella! Silerio la vio,
y si no quedara cual imagino que ha quedado, perdiera en gran
parte conmigo la opinión que tiene de discreto.
Mas, pues mi ventura así lo ha querido, sepa el cielo que
no soy menos amigo de Silerio que él
lo es mío; y, para muestras desta verdad, apártese
Timbrio de su gloria, destiérrese de su contento, vaya
peregrino de tierra en tierra, ausente de Silerio
y de Nísida, dos verdaderas y mejores mitades de su alma”.
Y luego, con mucha furia, se levantó del lecho y
abrió la puerta, y, hallándome allí, me dijo:
“¿Qué quieres, amigo, a tales horas? ¿Hay,
por ventura, algo de nuevo?” “Hay tanto -le respondí
yo- que, aunque hubiera menos no me pesara”. En fin, por
no cansaros más, yo llegué a tales términos
con él, que le persuadí y di a entender ser su imaginación
falsa, no en cuanto estaba yo enamorado, sino en el de quién,
porque no era de Nísida, sino de su hermana Blanca; y súpelo
decir esto de manera que él lo tuvo por verdadero.[...]
Tercero libro de Galatea
»[...]Algunos
días se pasaron, en los cuales la fortuna no me mostró
tan abierta ocasión como yo quisiera para descubrir a Nísida
la verdad de mis pensamientos, aunque ella siempre me preguntaba
cómo a mi amigo en sus amores le iba, y si su dama tenía
ya alguna noticia dellos. A lo que yo le dije que todavía
el temor de ofenderla no me dejaba aventurar a decirle cosa alguna.
De lo cual Nísida se enojaba mucho, y me llamaba cobarde
y de poca discreción, añadiendo a esto que, pues
yo me acobardaba, o que Timbrio no sentía el dolor que
yo dél publicaba, o que yo no era
tan verdadero amigo suyo como decía. Todo esto fue
parte para que me determinase y en la primera ocasión me
descubriese, como lo hice un día que sola estaba, la cual
escuchó con estraño silencio todo lo que decirle
quise; y yo, como mejor pude, le encarecí el valor de Timbrio,
el verdadero amor que le tenía, el cual era de suerte que
me había movido a mí a tomar tan abatido ejercicio
como era el de truhán, sólo por tener lugar de decirle
lo que le decía, añadiendo a éstas otras
razones que a Nísida le debió parecer que lo eran.
Mas no quiso mostrar entonces por palabras lo que después
con obras no pudo tener cubierto; antes, con gravedad y honestidad
estraña, reprehendió mi atrevimiento, acusó
mi osadía, afeó mis palabras y desmayó mi
confianza; pero no de manera que me desterrase de su presencia,
que era lo que yo más temía. Sólo concluyó
con decirme que de allí adelante tuviese más cuenta
con lo que a su honestidad era obligado, y procurase que el artificio
de mi mentido hábito no se descubriese. Conclusión
fue esta que cerró y acabó la
tragedia de mi vida, pues por ella entendí que Nísida
daría oídos a las quejas de Timbrio.»¿En
qué pecho pudo caber ni puede el estremo de dolor que entonces
en el mío se encerraba, pues el fin de su mayor deseo era
el remate y fin de su contento? Alegrábame el buen principio
que al remedio de Timbrio había dado, y esta alegría
en mi pesar redundaba, por parecerme, como era la verdad, que
en viendo a Nísida en poder ajeno el proprio mío
se acababa. ¡Oh fuerza poderosa de
verdadera amistad, a cuánto te estiendes y a cuánto
me obligaste, pues yo mismo, forzado de tu obligación,
afilé con mi industria el cuchillo que había de
degollar mis esperanzas, las cuales, muriendo en mi alma,
vivieron y resucitaron en la de Timbrio cuando de mí supo
todo lo que con Nísida pasado había! Pero ella andaba
tan recatada con él y conmigo, que nunca de todo punto
dio a entender que de la solicitud mía y amor de Timbrio
se contentaba, ni menos se desdeñó de suerte que
sus sinsabores y desvíos hiciesen a los dos abandonar la
empresa, hasta que, habiendo llegado a noticia de Timbrio cómo
su enemigo Pransiles -aquel caballero a quien él había
agraviado en Jerez-, deseoso de satisfacer su honra, le enviaba
a desafiar, señalándole campo franco y seguro en
una tierra del estado del duque de Gravina, dándole término
de seis meses, desde entonces hasta el día de la batalla.
[...]
Cuál yo quedé,
pastores, oyendo lo que Nísida decía y la voluntad
amorosa que tener a Timbrio mostraba, no es posible encarecerlo,
y aun es bien que carezca de encarecimiento dolor que a tanto
se estiende; no porque me pesase de ver a Timbrio querido, sino
de verme a mí imposibilitado de tener jamás contento,
pues estaba y está claro que ni podía, ni puedo
vivir sin Nísida, a la cual, como otras veces he dicho,
viéndola en ajenas manos puesta, era enajenarme yo de todo
gusto. Y si alguno la suerte en este trance me concedía,
era considerar el bien de mi amigo Timbrio, y esto fue parte para
que no llegase a un mesmo punto mi muerte. Y la declaración
de la voluntad de Nísida escuchéla como pude, y
aseguréla como supe de la entereza del pecho de Timbrio,
a lo cual ella me respondió que ya no había necesidad
de asegurarle aquello, porque estaba de manera que no podía,
ni le convenía, dejar de creerme, y que sólo me
rogaba, si fuese posible, procurase de persuadir a Timbrio buscase
algún medio honroso para no venir a batalla con su enemigo;
y, respondiéndole yo ser esto imposible sin quedar deshonrado,
se sosegó, y, quitándose del cuello unas preciosas
reliquias, me las dio para que a Timbrio de su parte las diese.
Quedó ansimesmo concertado entre los dos que ella sabía
que sus padres habían de ir a ver el combate de Timbrio,
y que llevarían a ella y a su hermana consigo; mas, porque
no le bastaría el ánimo de estar presente al riguroso
trance de Timbrio, que ella fingiría estar mal dispuesta,
con la cual ocasión se quedaría en una casa de placer
donde sus padres habían de posar, que media legua estaba
de la villa donde se había de hacer el combate; y que allí
esperaría su buena o mala suerte, según la tuviese
Timbrio. Mandóme también que, para acortar el deseo
que tendría de saber el suceso de Timbrio, que llevase
yo conmigo una toca blanca que ella
me dio, y que si Timbrio venciese, me la atase al brazo y volviese
a darle las nuevas; y si fuese vencido, que no la atase, y así
ella sabría por la señal de la toca desde lejos
el principio de su contento o el fin de su vida.»Prometíle
de hacer todo lo que me mandaba, y, tomando las reliquias y la
toca, me despedí della, con la mayor tristeza y el mayor
contento que jamás tuve: mi poca
ventura causaba la tristeza, y la mucha de Timbrio el alegría.
[...]
Y, apenas hube yo visto el feliz
suceso de mi amigo, cuando, con alegría increíble
y presta ligereza, volví a dar las nuevas a Nísida.
Pero, ¡ay de mí!, que el descuido de entonces me
ha puesto en el cuidado de agora. ¡Oh memoria, memoria mía!
¿Por qué no la tuviste para lo que tanto me importaba?
Mas creo que estaba ordenado en mi ventura que el principio de
aquella alegría fuese el remate y fin de todos mis contentos.
Yo volví a ver a Nísida con la presteza que he dicho,
pero volví sin ponerme la blanca
toca al brazo. Nísida, que con crecido deseo estaba
esperando y mirando desde unos altos corredores mi tornada, viéndome
volver sin la toca, entendió que algún siniestro
revés a Timbrio había sucedido, y creyólo
y sintiólo de manera que, sin ser parte otra cosa, faltándole
todos los espíritus, cayó en el suelo con tan estraño
desmayo que todos por muerta la tuvieron.
Cuando ya yo llegué, hallé a toda la gente de su
casa alborotada, y a su hermana haciendo mil estremos de dolor
sobre el cuerpo de la triste Nísida. Cuando yo la vi en
tal estado, creyendo firmemente que era muerta y viendo que la
fuerza del dolor me iba sacando de sentido, temeroso que, estando
fuera dél, no diese o descubriese algunas muestras de mis
pensamientos, me salí de la casa, y poco a poco volvía
a dar las desdichadas nuevas al desdichado Timbrio. Pero, como
me hubiesen privado las ansias de mi fatiga las fuerzas de cuerpo
y alma, no fueron tan ligeros mis pasos que no lo hubiesen sido
más otros que la triste nueva a los padres de Nísida
llevasen, certificándoles cierto que de un agudo paracismo
había quedado muerta. Debió de oír esto Timbrio,
y debió de quedar cual yo quedé, si no quedó
peor; sólo sé decir que cuando llegué a do
pensaba hallarle, era ya algo anochecido, y supe de uno de sus
padrinos que con el otro, y por la posta, se había partido
a Nápoles, con muestras de tanto descontento, como si de
la contienda vencido y deshonrado salido hubiera. Luego imaginé
yo lo que ser podía, y púseme luego en camino para
seguirle; y, antes que a Nápoles llegase, tuve nuevas ciertas
de que Nísida no era muerta, sino que le había dado
un desmayo que le duró veinte y cuatro horas, al cabo de
las cuales había vuelto en sí con muchas lágrimas
y sospiros. Con la certidumbre desta nueva me consolé,
y con más contento llegué a Nápoles, pensando
hallar allí a Timbrio; pero no fue así, porque el
caballero con quien él había venido me certificó
que, en llegando a Nápoles, se partió sin decir
cosa alguna, y que no sabía a qué parte; sólo
imaginaba que, según le vio triste y malencólico
después de la batalla, que no podía creer sino que
a desesperarse hubiese ido.»Nuevas fueron estas que me tornaron
a mis primeras lágrimas; y aun no contenta mi ventura con
esto, ordenó que, al cabo de pocos días, llegasen
a Nápoles los padres de Nísida, sin ella y sin su
hermana, las cuales, según supe y según era pública
voz, entrambas a dos se habían ausentado una noche viniendo
con sus padres a Nápoles, sin que se supiese dellas nueva
alguna. Tan confuso quedé con esto, que no sabía
qué hacerme ni decirme; y, estando puesto en esta confusión
tan estraña, vine a saber, aunque no muy cierto, que Timbrio,
en el puerto de Gaeta, en una gruesa nave que para España
iba, se había embarcado. Y, pensando que podría
ser verdad, me vine luego a España, y en Jerez y en todas
las partes que imaginé que podría estar, le
he buscado sin hallar dél rastro alguno. Finalmente,
he venido a la ciudad de Toledo, donde están todos los
parientes de los padres de Nísida, y lo que he alcanzado
a saber es que ellos se vuelven a Toledo sin haber sabido nuevas
de sus hijas. Viéndome, pues, yo ausente de Timbrio, ajeno
de Nísida, y considerando que ya que los hallase, ha de
ser para gusto suyo y perdición mía, cansado ya
y desengañado de las cosas deste falso mundo en que vivimos,
he acordado de volver el pensamiento a mejor norte, y gastar lo
poco que de vivir me queda en servicio del que estima los deseos
y las obras en el punto que merescen. Y así, he escogido
este hábito que veis y la ermita que habéis visto,
adonde en dulce soledad reprima mis deseos y encamine mis obras
a mejor paradero, puesto que, como viene de tan atrás la
corrida de las malas inclinaciones que hasta aquí he tenido,
no son tan fáciles de parar que no trascorran algo y vuelva
la memoria a combatirme, representándome las pasadas cosas;
y, cuando en estos puntos me veo, al son de aquella arpa que escogí
por compañera en mi soledad, procuro aliviar la pesada
carga de mis cuidados, hasta que el cielo le tenga y se acuerde
de llamarme a mejor vida.» Éste es, pastores, el
suceso de mi desventura; y si he sido largo en contárosle,
es porque no ha sido ella corta en fatigarme. Lo que os ruego
es me dejéis volver a mi ermita, porque, aunque vuestra
compañía me es agradable, he llegado a términos
que ninguna cosa me da más gusto que la soledad; y de aquí
entenderéis la vida que paso y el mal que sostengo.Acabó
con esto Silerio su cuento, pero no las lágrimas con que
muchas veces le había acompañado. Los pastores le
consolaron en ellas lo mejor que pudieron, especialmente Damón
y Tirsi, los cuales con muchas razones le persuadieron a no perder
la esperanza de ver a su amigo Timbrio con más contento
que él sabría imaginar, pues no era posible sino
que tras tanta fortuna aserenase el cielo, del cual se debía
esperar que no consintiría que la falsa nueva de la muerte
de Nísida a noticia de Timbrio con más verdadera
relación no viniese antes que la desesperación le
acabase. Y que de Nísida se podía creer y conjecturar
que, por ver a Timbrio ausente, se habría partido en su
busca; y que si entonces la Fortuna por tan estraños accidentes
los había apartado, agora por otros no menos estraños
sabría juntarlos. Todas estas razones y otras muchas que
le dijeron le consolaron algo, pero no de manera que despertase
en él la esperanza de verse en vida más contenta;
ni aun él la procuraba, por parecerle que la que había
escogido era la que más le convenía.