MASTER EN LITERATURA COMPARADA EUROPEA

El cuento europeo y España

01.- Pedro Alfonso, el primer español autor de cuentos "europeo".

La disciplina clericalis en Europa
Cuento II.- El amigo íntegro

06.- Cervantes: Quijote: Historia de Cardenio (I, 24 y ss)

CAP XXIV

Ilustración de Gustavo Doré: Cardenio cuenta su vida a D. Quijote

—Mi nombre es Cardenio, mi patria una ciudad de las mejores desta Andalucía, mi linaje noble, mis padres ricos, mi desventura tanta, que la deben de haber llorado mis padres y sentido mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza, que, para remediar desdichas del cielo, poco suelen valer los bienes de fortuna.
Vivía en esta mesma tierra un cielo, donde puso el amor toda la gloria que yo acertara a desearme. Tal es la hermosura de Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo, pero de más ventura y de menos firmeza de la que a mis honrados pensamientos se debía. A esta Luscinda amé, quise y adoré desde mis tiernos y primeros años, y ella me quiso a mí con aquella sencillez y buen ánimo que su poca edad permitía. Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dello, porque bien veían que, cuando pasaran adelante, no podían tener otro fin que el de casarnos, cosa que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje y riquezas.[...]

En efeto, viéndome apurado y que mi alma se consumía con el deseo de verla, determiné poner por obra y acabar en un punto lo que me pareció que más convenía para salir con mi deseado y merecido premio, y fue el pedírsela a su padre por legítima esposa, como lo hice. A lo que él me respondió que me agradecía la voluntad que mostraba de honralle y de querer honrarme con prendas suyas, pero que, siendo mi padre vivo, a él tocaba de justo derecho hacer aquella demanda, porque, si no fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda mujer para tomarse ni darse a hurto. Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que decía, y que mi padre vendría en ello como yo se lo dijese. Y con este intento, luego en aquel mismo instante fui a decirle a mi padre lo que deseaba. Y al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese palabra, me la dio, y me dijo: «Por esa carta veras, Cardenio, la voluntad que el duque Ricardo tiene de hacerte merced». Este duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis de saber, es un grande de España que tiene su estado en lo mejor desta Andalucía. Tomé y leí la carta, la cual venía tan encarecida, que a mí mesmo me pareció mal si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era que me enviase luego donde él estaba; que quería que fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese a la estimación en que me tenía. Leí la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: «De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque, y da gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo sé que mereces». Añadió a estas otras razones de padre consejero. Llegóse el término de mi partida, hablé una noche a Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole se entretuviese algunos días y dilatase el darle estado hasta que yo viese lo que Ricardo me quería. Él me lo prometió, y ella me lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos. Vine en fin donde el duque Ricardo estaba, fui dél tan bien recebido y tratado, que desde luego comenzó la envidia a hacer su oficio, teniéndomela los criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el duque daba de hacerme merced habían de ser en perjuicio suyo. Pero el que más se holgó con mi ida fue un hijo segundo del duque llamado Fernando, mozo gallardo, gentil hombre, liberal y enamorado, el cual en poco tiempo quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y aunque el mayor me quería bien y me hacía merced, no llegó al extremo con que don Fernando me quería y trataba.
Es, pues, el caso, que, como entre los amigos no hay cosa secreta que no se comunique, y la privanza que yo tenía con don Fernando dejaba de serlo por ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno enamorado que le traía con un poco de desasosiego. Quería bien a una labradora, vasalla de su padre, y ella los tenía muy ricos, y era tan hermosa, recatada, discreta y honesta, que nadie que la conocía se determinaba en cuál destas cosas tuviese más excelencia ni más se aventajase. Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder alcanzarlo y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo, porque de otra manera era procurar lo imposible. Yo, obligado de su amistad, con las mejores razones que supe y con los más vivos ejemplos que pude, procuré estorbarle y apartarle de tal propósito [como Lotario a Anselmo]. Pero viendo que no aprovechaba, determiné de decirle el caso al duque Ricardo su padre. Mas don Fernando, como astuto y discreto, se receló y temió desto, por parecerle que estaba yo obligado, en vez de buen criado, a no tener encubierta cosa que tan en perjuicio de la honra de mi señor el duque venía; y así, por divertirme y engañarme, me dijo que no hallaba otro mejor remedio para poder apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le tenía, que el ausentarse por algunos meses, y que quería que el ausencia fuese que los dos nos viniésemos en casa de mi padre, con ocasión que darían al duque, que venía a ver y a feriar unos muy buenos caballos que en mi ciudad había, que es madre de los mejores del mundo. Apenas le oí yo decir esto, cuando, movido de mi afición, aunque su determinación no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las más acertadas que se podían imaginar, por ver cuán buena ocasión y coyuntura se me ofrecía de volver a ver a mi Luscinda. Con este pensamiento y deseo aprobé su parecer y esforcé su propósito, diciéndole que lo pusiese por obra con la brevedad posible, porque, en efeto, la ausencia hacía su oficio a pesar de los más firmes pensamientos. Ya, cuando él me vino a decir esto, según después se supo, había gozado a la labradora con título de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse a su salvo, temeroso de lo que el duque su padre haría cuando supiese su disparate. Sucedió, pues, que, como el amor en los mozos por la mayor parte no lo es, sino apetito, el cual, como tiene por último fin el deleite, en llegando a alcanzarle se acaba y ha de volver atrás aquello que parecía amor, porque no puede pasar adelante del término que le puso naturaleza, el cual término no le puso a lo que es verdadero amor...; quiero decir, que así como don Fernando gozó a la labradora, se le aplacaron sus deseos y se resfriaron sus ahíncos, y si primero fingía quererse ausentar por remediarlos, ahora de veras procuraba irse por no ponerlos en ejecución. Diole el duque licencia, y mandome que le acompañase. Venimos a mi ciudad, recibiole mi padre como quien era. Vi yo luego a Luscinda, tornaron a vivir, aunque no habían estado muertos ni amortiguados, mis deseos, de los cuales di cuenta, por mi mal, a don Fernando, por parecerme que, en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le debía encubrir nada. Alabele la hermosura, donaire y discreción de Luscinda de tal manera, que mis alabanzas movieron en él los deseos de querer ver doncella de tantas buenas partes adornada. [Cardenio, impertinente] Cumplíselos yo, por mi corta suerte, enseñándosela una noche, a la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos hablarnos. Viola en sayo, tal, que todas las bellezas hasta entonces por él vistas las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto; y, finalmente, tan enamorado, cual lo veréis en el discurso del cuento de mi desventura. Y, para encenderle más el deseo, que a mí me celaba y al cielo a solas descubría, quiso la fortuna que hallase un día un billete suyo pidiéndome que la pidiese a su padre por esposa, tan discreto, tan honesto y tan enamorado, que, en leyéndolo, me dijo que en sola Luscinda se encerraban todas las gracias de hermosura y de entendimiento que en las demás mujeres del mundo estaban repartidas. Bien es verdad que quiero confesar ahora que, puesto que yo veía con cuán justas causas don Fernando a Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca, y comencé a temer y a recelarme dél, porque no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la plática aunque la trujese por los cabellos, cosa que despertaba en mí un no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad y de la fe de Luscinda, pero, con todo eso, me hacía temer mi suerte lo mesmo que ella me aseguraba.
Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo a Luscinda enviaba y los que ella me respondía, a título que de la discreción de los dos gustaba mucho. Acaeció, pues, que habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de Amadís de Gaula [...]

CAP. XXVII

[...] En resolución, le dije [a don Fernando] que no me aventuraba a decírselo a mi padre [que pidiera a Luscinda], así por aquel inconveniente como por otros muchos que me acobardaban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo que yo desease jamás había de tener efeto. A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mi padre, y hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh Mario ambicioso! ¡Oh Catilina cruel! ¡Oh Sila facinoroso! ¡Oh Galalón embustero! ¡Oh Vellido traidor! ¡Oh Julián vengativo! ¡Oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué deservicios te había hecho este triste, que con tanta llaneza te descubrió los secretos y contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te hice? ¿Qué palabras te dije o qué consejos te di que no fuesen todos encaminados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas ¿de qué me quejo, desventurado de mí?, pues es cosa cierta que, cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas, como vienen de alto a bajo despeñándose con furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga ni industria humana que prevenirlas pueda. ¿Quién pudiera imaginar que don Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese dondequiera que le ocupase, se había de enconar, como suele decirse, en tomarme a mí una sola oveja que aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, como inútiles y sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi desdichada historia.
Digo, pues, que, pareciéndole a don Fernando que mi presencia le era inconveniente para poner en ejecución su falso y mal pensamiento, determinó de enviarme a su hermano mayor con ocasión de pedirle unos dineros para pagar seis caballos, que de industria y solo para este efeto de que me ausentase, para poder mejor salir con su dañado intento, el mesmo día que se ofreció hablar a mi padre los compró, y quiso que yo viniese por el dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, caer en imaginarla? No, por cierto; antes, con grandísimo gusto me ofrecí a partir luego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese firme esperanza de que tendrían efeto nuestros buenos y justos deseos; ella me dijo, tan segura como yo de la traición de don Fernando, que procurase volver presto, porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestras voluntades que tardase mi padre de hablar al suyo.[...] Llegué al lugar donde era enviado; di las cartas al hermano de don Fernando; fui bien recebido pero no bien despachado, porque me mandó aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no me viese, porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero sin su sabiduría. Y todo fue invención del falso don Fernando, pues no le faltaban a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue este que me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar tantos días la vida en el ausencia de Luscinda, y más habiéndola dejado con la tristeza que os he contado; pero, con todo esto, obedecí como buen criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud. Pero a los cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en mi busca con una carta que me dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque la letra dél era suya. Abrila temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa grande debía de ser la que la había movido a escribirme estando ausente, pues presente pocas veces lo hacía. Preguntele al hombre, antes de leerla, quién se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino. Díjome, que acaso pasando por una calle de la ciudad, a la hora de medio día, una señora muy hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas, y que, con mucha priesa, le dijo: «Hermano, si sois cristiano, como parecéis, por amor de Dios os ruego que encaminéis luego luego esta carta al lugar y a la persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido, y en ello haréis un gran servicio a nuestro Señor; y para que no os falte comodidad de poderlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo». Y, diciendo esto, me arrojó por la ventana un pañuelo, donde venían atados cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os he dado; y luego, sin aguardar respuesta mía, se quitó de la ventana, aunque primero vio como yo tomé la carta y el pañuelo, y por señas le dije que haría lo que me mandaba; y así, viéndome tan bien pagado del trabajo que podía tomar en traérosla, y conociendo por el sobrescrito que érades vos a quien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligado así mesmo de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné de no fiarme de otra persona, sino venir yo mesmo a dárosla. Y en diez y seis horas que ha que se me dio, he hecho el camino que sabéis que es de diez y ocho leguas. En tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgado de sus palabras, temblándome las piernas, de manera que apenas podía sostenerme. En efeto, abrí la carta y vi que contenía estas razones:

«La palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre para que hablase al mío la ha cumplido más en su gusto que en vuestro provecho. Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la ventaja que él piensa que don Fernando os hace, ha venido en lo que quiere, con tantas veras, que de aquí a dos días se ha de hacer el desposorio, tan secreto y tan a solas, que sólo han de ser testigos los cielos y alguna gente de casa. Cuál yo quedo, imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y si os quiero bien o no, el suceso deste negocio os lo dará a entender. ¡A Dios plega que esta llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condición de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete!»

Estas, en suma, fueron las razones que la carta contenía, y las que me hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta ni otros dineros; que bien claro conocí entonces que no la compra de los caballos, sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su hermano. El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar, al punto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré secreto, y dejé una mula en que venía en casa del buen hombre que me había llevado la carta; y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena, que hallé a Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros amores. Conociome Luscinda luego, y conocila yo, mas no como debía ella conocerme, y yo conocerla. Pero, ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer? Ninguno, por cierto. Digo, pues, que así como Luscinda me vio, me dijo: «Cardenio, de boda estoy vestida; ya me están aguardando en la sala don Fernando el traidor, y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo serán de mi muerte que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a este sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis razones, una daga llevo escondida que podrá estorbar más determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y tengo». Yo le respondí, turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar para responderla: «Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; que si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte con ella, o para matarme, si la suerte nos fuere contraria». No creo que pudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa, porque el desposado aguardaba. Cerrose con esto la noche de mi tristeza, púsoseme el sol de mi alegría, quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el entendimiento. No acertaba a entrar en su casa, ni podía moverme a parte alguna; pero considerando cuánto importaba mi presencia para lo que suceder pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y entré en su casa; y como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más con el alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver; así que, sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacía una ventana de la mesma sala, que con las puntas y remates de dos tapices se cubría, por entre las cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se hacía. ¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientras allí estuve, los pensamientos que me ocurrieron, las consideraciones que hice, que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir ni aun es bien que se digan? Basta que sepáis que el desposado entró en la sala, sin otro adorno que los mesmos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino a un primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera, sino los criados de casa. De allí a un poco salió de una recámara Luscinda, acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien era la perfección de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi suspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que traía vestido: solo pude advertir a las colores, que eran encarnado y blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus hermosos y rubios cabellos, tales, que en competencia de las preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con más resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto agravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida? No os canséis, señores, de oír estas digresiones que hago; que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada circunstancia suya me parece a mí que es digna de un largo discurso.
A esto le respondió el cura que, no solo no se cansaban en oírle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales, que merecían no pasarse en silencio y la mesma atención que lo principal del cuento.
—Digo, pues —prosiguió Cardenio—, que, estando todos en la sala, entró el cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: «¿Queréis, señora Luscinda, al señor don Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la Santa Madre Iglesia?», yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o la confirmación de mi vida.
¡Oh!, quién se atreviera a salir entonces, diciendo a voces: «¡Ah, Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, considera lo que me debes, mira que eres mía, y que no puedes ser de otro! ¡Advierte que el decir tú sí y el acabárseme la vida, ha de ser todo a un punto! ¡Ah, traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida!, ¿qué quieres?, ¿qué pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa y yo soy su marido». ¡Ah, loco de mí!, ahora que estoy ausente y lejos del peligro, digo que había de hacer lo que no hice; ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al robador, de quien pudiera vengarme si tuviera corazón para ello, como le tengo para quejarme. En fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido y loco. Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen espacio en darla, y cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse, o desataba la lengua para decir alguna verdad o desengaño que en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: «Sí, quiero», y lo mesmo dijo don Fernando, y, dándole el anillo, quedaron en indisoluble nudo ligados. Llegó el desposado a abrazar a su esposa, y ella, poniéndose la mano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su madre. Resta ahora decir cuál quedé yo, viendo en el sí que había oído burladas mis esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda, imposibilitado de cobrar en algún tiempo el bien que en aquel instante había perdido. Quedé falto de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis suspiros, y el agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó de manera que todo ardía de rabia y de celos.

Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y, desabrochándole su madre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papel cerrado, que don Fernando tomó luego y se le puso a leer a la luz de una de las hachas, y, en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso la mano en la mejilla con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los remedios que a su esposa se hacían para que del desmayo volviese. Yo, viendo alborotada toda la gente de casa, me aventuré a salir, ora fuese visto o no, con determinación que, si me viesen, de hacer un desatino, tal, que todo el mundo viniera a entender la justa indignación de mi pecho en el castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la desmayada traidora. Pero mi suerte, que para mayores males, si es posible que los haya, me debe tener guardado, ordenó que en aquel punto me sobrase el entendimiento, que después acá me ha faltado; y así, sin querer tomar venganza de mis mayores enemigos, que, por estar tan sin pensamiento mío fuera fácil tomarla, quise tomarla de mi mano y ejecutar en mí la pena que ellos merecían, y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara si entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina presto acaba la pena; mas la que se dilata con tormentos, siempre mata, sin acabar la vida. En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de aquel donde había dejado la mula; hice que me la ensillase; sin despedirme dél subí en ella, y salí de la ciudad sin osar, como otro Lot, volver el rostro a miralla; y, cuando me vi en el campo solo y que la oscuridad de la noche me encubría y su silencio convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado ni conocido, solté la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda y de don Fernando, como si con ellas satisficiera el agravio que me habían hecho.

José Sánchez Pescador: Cardenio y Luscinda en la venta (h.1860-85)