MASTER EN LITERATURA COMPARADA EUROPEA

El cuento europeo y España

01.- Pedro Alfonso, el primer español autor de cuentos "europeo".

La disciplina clericalis en Europa
 

Cuento II.- El amigo íntegro

03.-Timoneda: EL PATRAÑUELO

PATRAÑA VEINTIDÓS

Por Urbino, Federico
con Antonia no casó,
y a causa desto llegó
a ser pobre, después rico.

Habitaba en la ciudad de Roma un procónsul llamado Sergio, el cual, teniendo un hijo que se decía Urbino, determinó de enviarle a estudiar al estudio de Bolonia. Hecho su preparatorio, cual a su estado convenía, envióle con cartas favorables encomendado a Guillermo, rico mercadante boloñense, muy grande amigo suyo, para que le favoresciese y mirase por él, como si fuese su hijo proprio. Recebido Urbino romano por Guillermo, aposentóle en su casa con aquel acatamiento cual a su honra pertenescía, y por respecto de cuyo hijo era, le puso en compañía de su hijo Federico, en una rica y espaciosa estancia.
Pues como estos dos mancebos, Urbino y Federico, se amasen en extremo grado, que el uno no sabía vivir sin el otro, y fuesen de una misma complexión y estatura, y se semejasen tanto que algunos los tuviesen por hermanos, determinó Guillermo de un mismo paño ricamente vestirlos, y desta manera fueron diversos años al estudio, penetrando mucho en letras.
Pues como ya fuesen de edad de quince años, y se desmandasen algún tanto en los tráfagos y bullicios mundanos, Urbino se enamoró de una hija de un rico ciudadano, llamada la gentil Antonia y, siendo muy callado y vergonzoso, por no poder dar fin a su deseo ni descubrir su amoroso efecto, iba muy decaído, que no parescía ser el que solía. Federico congojado de su fatiga, por bien que le molestaba que le descubriese su pena, por jamás lo pudo acabar con él. En este comedio viniéronle a tratar casamiento a Guillermo de su hijo Federico con la gentil Antonia, del cual matrimonio fue contento él y su hijo Federico.
Pues como se aderezasen los desposorios, y a noticia de Urbino viniese, acrescentó su mal en tan excesivo grado que de la cama no se movía. Sabiéndolo Federico vínole a visitar, diciendo:
—Agora que más te habías de alegrar, amigo y hermano mío, de mi bien y gozar de mi alegría y descanso, te veo con mayor tristeza. ¿Qués esto? ¿No me dirás de qué te sientes? ¿Qués tu fatiga y cuidado?
A lo cual Urbino respondió con un grandísimo sospiro:
—Ay, Federico, deste mal fácilmente me podrías tú remediar si quisieses.
—¿Cómo si quiero? —dijo Federico—. Dime tú de qué manera, que aunque sea sangrarme de la mejor vena de mi cuerpo, me sangraré por tu salud y vida.
Dijo Urbino:
—Tu tan amigable ofrescimiento, hermano Federico, me da ánimo y osadía que te descubra mi grave enfermedad. Has de saber que estoy preso de amores de la agraciada y gentil Antonia, que hasta aquí lo he tenido siempre oculto en mi apasionado pecho, y agora por tu importunidad te lo he descubierto.
—Bien me place —dijo Federico—, de saber de do depende tu fatiga y mal tan excesivo, y mucho más cierto me hubiera placido, si antes que se tratara en casamiento me dieras parte dello para no dar palabra, como di a mi padre, de tomarla por mujer. Pero vengamos al remate, y sepamos de qué manera, como arriba dijiste, está en mi mano el remedio para remediarte, y hágase luego.
—Desta —dijo Urbino—: Tú te has de desposar mañana, placiendo a Dios, como está concertado, y has de salir ataviado de las ropas que te ha hecho tu padre, desde nuestro aposiento; entregármelas has en mi poder, para que yo me vista dellas y tú pornaste en mi cama, y por serte tan semejante en forma y estatura y gesto, fácilmente podrá pasar el engaño, y venga en efecto que sea mi mujer la gentil Antonia.
Contento Federico, cuando vino la noche de los desposorios, se puso en la cama de Urbino, y Urbino se fue a desposar con la gentil Antonia. Y como la noche es encubridora de muchas faltas de naturaleza, todo hombre se pensaba que fuese Federico el desposado.
Desposados Urbino y la gentil Antonia, después de cena, por las suplicaciones que Urbino hizo, tuvieron por bien padre y madre de la desposada que durmiesen los dos juntos aquella noche. Venida la mañana y levantado Urbino del costado de su querida Antonia, vista la presente, se fue a dar gracias a Federico de su contentamiento, al cual halló en la cama; y allí los dos determinaron de llamar a Guillermo para descubrirle lo que entre los dos había pasado.
Pues como se lo dijesen, aunque no hizo demostración ninguna, concibió en sí tanto enojo que apenas hubiera caído de su estado de ver que su hijo había querido perder tan buena suerte, y por ser Antonia de tan ilustre parentela, presumía, como era de razón, que se habían de afrentar de semejante caso todos sus deudos. Pero disimulando cuanto pudo todas estas causas, sacando fuerzas de su tan prudentísima ancianidad, dijo lo siguiente:
—Hijos, bien siento y conozco cuanto sentir se debe que la verdadera amistad de vosotros ha sido parte de hacer semejante trastueco y que estéis vosotros dello tan contentos, yo muy más que pagado, mas no satisfecha Antonia ni los padres della.
—Pues para eso —dijo Federico—, señor padre, le habemos llamado y dado parte desto, que en satisfacción de nosotros sea relatador de lo dicho y desculpe nuestro yerro, si yerro le ha parescido.
Contento Guillermo, vino a notificar por extenso la presente maraña a los padres de Antonia, abonando mucho en extremo a Urbino, manifestando cómo era hijo de Sergio, procónsul romano, y que se tuviesen por muy honrados de tenelle por yerno. Los cuales, aunque lo tomaron muy cuesta arriba, viendo que había dormido con Antonia y que no se podía hacer más en ello, publicaron el contento con la lengua, celando mortalísimo rancor en su corazón contra Guillermo, presuponiendo que él había sido el trazador de todo lo contenido. Con esta respuesta, Guillermo, vista la presente, escribió sus cartas a Sergio romano, dándole noticia de lo que había pasado con su hijo, y que no dejase de venir, lo más presto que pudiese, para que fuesen celebradas con la gentil Antonia sus bodas. Recebidas las cartas por Sergio, con las más ricas joyas que pudo, en breve tiempo allegó a Bolonia, a do después de celebradas las bodas se llevó a Roma su hijo y nuera, la gentil Antonia.
Guillermo, del enojo concebido de lo que su hijo había hecho, de allí a pocos días enfermó de una gravísima enfermedad, de la cual murió. Y como la muerte es descubridora de la riqueza o pobreza de los hombres, a la fin de sus días apoderáronse tantos decreedores en las posesiones y bienes de Guillermo, que con gran crueldad y favores de los deudos de Antonia, como le tenían mala voluntad, no le dejaron en que el hijo Federico pudiese sostenerse ni pasar la vida.
Pues como Federico se viese pobre hubo, más por fuerza que de grado, de desamparar su patria. Y determinando de irse drecho a Roma, por el camino ladrones le robaron lo poco que llevaba, y le fue forzado de puerta en puerta pedir por Dios, para pasar su camino y pobre vida. Llegado a Roma, informándose de la posada de su tan amado y querido Urbino, púsose a la puerta, aguardando que cabalgase o saliese de ella, porque vergüenza le constreñía de no dársele a conoscer por palabras manifiestas, sino tan solamente con la presencia y objecto de su cara.
Así que, saliendo Urbino a caballo de su casa, parósele delante Federico, con la más piadosa postura que pudo, franqueándole el rostro porque mejor le conosciese, pidiendo por amor de Dios que le favoresciese. Urbino estúvolo mirando, como aquél que le quería conoscer y no se daba acato de donde, por do mandó a un criado suyo que le diese un julio. Viniéndoselo a dar, Federico no lo quiso recebir, sino que, aborrescido de la vida, viendo que no le había conoscido, se salió de la ciudad de Roma, y a donde más áspero y solitario camino pudo hallar, enderezó su vía. En fin, tanto caminó que aportó en un lugar muy desierto, do había una cueva muy escura, y allí propuso de descansar y acabar su tan penada vida, comiendo de las yerbas del campo.
En esta sazón y tiempo hurtaron dos ladrones de casa de un riquísimo mercader una cajuela de joyas, los cuales, por no ser descubiertos del hurto que habían hecho, se salieron de la ciudad y vinieron a la cueva que Federico habitaba, la cual muchas veces les había servido para semejantes tratos.
Pues como viniesen a la cueva y descargasen su cajuela, por ser muy honda y escura y el día empezaba a esclarescer, no se dieron ningún acato de Federico, que estaba dentro y los estuviese mirando. Y así, muy a su placer y sosegadamente, sacaron della infinitísimas joyas y empezaron a repartirlas y a hacer entre ellos partes iguales. Viniendo a la postre una joya impar muy riquísima, por decir el uno:
—Esa a mí me conviene, porque yo entré en la casa.
Y el otro:
—No, sino a mí, porque yo te descubrí en qué estancia estaba la cajuela.
Vinieron a reñir de tal manera que mató el uno al otro, y el vivo apañó todas las joyas y se fue. Habiendo sentimiento del hurto en casa del mercader, despacharon por diversas vías gentes de a pie y de a caballo, para si podían haber algún rastro dél. Y como de aquella cueva tuviesen noticia, viniendo a reconoscella, allegaron al punto que Federico estaba mirando al ladrón muerto, apiadándose dél; por do le dijeron, conosciendo la cajuela:
— ¡Daca, ladrón!, ¿qué son de las joyas que estaban aquí dentro?
Federico, excusando que no era ladrón, asieron dél, y preguntándole quién había muerto aquel hombre, respondió, determinado de acabar la vida tan trabajosa que pasaba:
Yo lo maté, señores.
—¿Vos? —dijeron ellos—. Pues ¡sus!, vaya preso a la ciudad.
Llevado que fue delante el juez, jamás por tormento quiso confesar qué sabía del hurto, sino que él había muerto el hombre. Cerrado ya su proceso en cuanto al homicidio, y estándole leyendo la sentencia delante el juez, hallóse por suerte Urbino presente, y como le estuviese mirando y dudase si era Federico o no, llamándole por su nombre le respondió, y a otras preguntas que por más certificación le hizo. Siendo cierto Urbino que su amigo Federico era el condenado, con una voz alta y presurosa, dijo al juez:
—No condenéis a este inocente, porque yo soy sin falta, señor, el que mató al hombre que culpáis quéste ha muerto.
Federico respondiendo que no era verdad, sino quél le había muerto, Urbino afirmando que no, sino quél era el matador y no Federico, estaba el juez confuso y admirado de ver tan extraño caso, que no sabía qué determinarse. En esta competencia, hallándose presente el mismo ladrón que lo había muerto, condoliéndose que aquellos dos honrados hombres sin tener culpa muriesen, acusándole la consciencia, dijo a voces muy altas:
— ¡Señor juez, óigame! Vuesa señoría sabrá que ni él lo mató ni este otro le mató, sino que yo soy sin falta el que ha muerto el hombre, y porque más crédito se me dé desto, púsose la mano en el seno y sacó las joyas que estaban en la cajuela.
A esto respondió el juez:
—Ser tú el ladrón claramente lo manifiestas, pero el matador ¿de qué suerte?
—Desta —dijo el ladrón—: Sabrá vuesa señoría, que yo y ese muerto los dos juntamente hecimos el hurto, y al repartir de las joyas, junto a la cueva do le hallastes finado, venimos en tal diferencia que reñimos y le maté.
Entonces respondió Federico:
—Dice verdad, que yo le vi por mis ojos en la cueva donde estaba.
Dijo el juez:
—Pues si es verdad ¿a qué fin dijiste que tú le habías muerto?
Respondió:
—Señor, por dar fin a mis tan aborrescidos días.
Y volviéndose a Urbino dijo:
—Y vos ¿qué causa os movió para haceros culpar?
Respondió Urbino:
—A mí, muy grande, señor, por librar a Federico, amigo mío, de la muerte, cual él a mí me libró en días pasados.
—Y tú, ladrón, veamos —dijo el juez— ¿quién te forzó a decir la verdad?
Respondió:
—Señor, la piedad y consciencia de ver competir dos hombres por pagar una muerte que no la debían.
—Así —dijo el juez—, pues yo doy por sentencia que vos, Urbino, os llevéis a vuestro amigo Federico a vuestra posada; y tú, ladrón, por la bondad que en ti tan amorosa cupo, te perdono y te hago merced de la vida con que tengas cárcel perpetua.
La cual sentencia fue muy loada por todo el pueblo. Y Urbino se llevó a su amigo Federico a su casa, a do le mandó cortar ricos vestidos y casó con una hermana que tenía, repartiendo con él de los bienes de fortuna. Y vivieron largos años muy alegres y prósperamente como buenos y leales amigos.
FINIS


(Ed. José Romera Castillo. Cátedra, 86)