Cuento II.- El amigo íntegro
Niso y Euríalo
Virgilio (70-19 a.C): Eneida, IX
Atónito quedó Euríalo, tocado
por un ansia muy grande
de gloria, y así se dirige a su ardoroso amigo:
«¿Así que no quieres tomarme en hazaña
tan alta, Niso,
por compañero? ¿Sólo he de dejarte en peligro
tan grande?
No tal mi padre Ofeltes, avezado a la guerra,
me enseñó al criarme entre el terror de Argos
y las fatigas de Troya, ni así me he portado contigo
en pos del magnánimo Eneas y sus hados extremos.
Hay aquí un corazón que desprecia la luz y que cree
que bien puede pagarse con la vida esa gloria que buscas.»
Niso a esto: «En verdad nada de eso temía de ti,
y no sería justo; así el gran Júpiter a ti
me devuelva
triunfante o quienquiera que esto contempla con ojos benignos.
Mas si algún dios o alguna mala suerte (como a menudo ves
en tal peligro) me arrastran al desastre,
me gustaría que tú sobrevivieras,
más digno de la vida por tu edad.
Que hubiera quien me encomendase a la tierra sacándome
del combate o pagando un rescate, o, si Fortuna lo prohíbe,
que en ausencia las exequias me hiciese y adornase mi tumba.
Y por no ser causa de un dolor tan grande para tu madre,
la pobre, la única entre muchas que valiente ha seguido
a su hijo, sin cuidarse de las murallas del gran Acestes.»
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Estorban a Euríalo las tinieblas de las ramas y el pesado
botín y el temor le engaña con la dirección
del camino.
Niso escapa, y ya se había
librado del enemigo el descuidado
y de los lugares que luego se llamaron albanos
del nombre de Alba (donde el rey latino tenía sus pastos),
y se detuvo y en vano buscó al amigo
ausente:
«Pobre Euríalo, ¿por dónde te habré
abandonado?,
¿por dónde seguirte?» Recorriendo de nuevo
el difícil camino
de la selva engañosa, observa las huellas recientes
y las sigue hacia atrás y vaga entre los zarzales silenciosos.
Oye los caballos, oye el estrépito y las señales
de los que le persiguen,
y no pasa mucho tiempo, cuando un clamor llega
a sus oídos y ve a Euríalo,
a quien con el engaño
del lugar y la noche todo el grupo ya lo tiene apresado
en repentina escaramuza y aunque todo lo intenta en vano.
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Enloquece el feroz Volcente sin poder ver al que lanza
los disparos, y sin poder arrojarse ardiendo sobre él.
«Pues tú mientras tanto vas a pagar con tu sangre
caliente
el castigo por ambos», dijo, y al tiempo empuñando
su espada
marchaba contra Euríalo. Fuera de sí entonces, aterrado,
grita Niso y ya no aguanta más escondido
en las tinieblas, ni puede soportar un dolor tan grande:
«¡A mí, a mí,
aquí está el que lo hizo! ¡Volved a mí
las armas,
rútulos! Mío ha sido el plan, y nada osó
éste
ni nada pudo; el cielo y los astros que lo saben son mis testigos;
él sólo amó demasiado
a un infeliz amigo.»
Tales gritos daba, mas la espada impulsada con fuerza
traspasa las costillas y rompe el blanco pecho.
Cae Euríalo herido de muerte,
y por su hermoso cuerpo
corre la sangre y se derrumba su cuello sobre los hombros:
como cuando la flor encarnada que siega el arado
languidece y muere, o como la amapola de lacio cuello
inclina la cabeza bajo el peso de la lluvia.
Mas Niso se lanza en medio y
sólo entre tantos
quiere a Volcente, sólo en Volcente se fija.
Los enemigos lo rodean y de cerca lo acosan
por todas partes. No ceja por ello y voltea su espada
relampagueante, hasta que en la boca del rútulo que gritaba
la clavó de frente y muriendo quitó
la vida a su enemigo.
Se arrojó entonces sobre su exánime
amigo,
acribillado, y allí descansó al fin con plácida
muerte.
¡Afortunados ambos! Si algo
pueden mis versos,
jamás día alguno os borrará del tiempo memorioso,
mientras habite la roca inamovible del Capitolio
la casa de Eneas y su poder mantenga el padre romano.