Había un mercader en Bagdad, durante el
reinado del califa Harún Al-Rashid, que tenía un
hijo llamado Abul Hasán el Bromista. Y este mercader murió
dejando a su hijo grandes riquezas; entonces Abul Hasán
dividió sus bienes en dos partes iguales y reservó
una y gastó la otra. Eligió por amigos a unos cuantos
hijos de mercaderes y se entregó a los placeres de la buena
bebida y la buena comida, hasta que consumió toda la riqueza
que había destinado a este propósito. Y entonces
recurrió a sus asociados y amigos y compañeros y
les expuso su situación, mostrándoles lo poco que
le quedaba; pero ninguno de ellos le prestó atención,
ni pronunció una palabra como respuesta. De modo que regresó
junto a su madre, con el corazón dolorido, y le contó
el trato que había recibido de sus compañeros que
ni le habían hecho justicia ni siquiera contestado. Pero
ella dijo:
-¡Oh, Abul Hasán! Todos ellos son hijos de su edad:
mientras tenías algo te han atraído hacia ellos,
y cuando nada tienes, te apartan.
Y se entristeció por su causa, y suspiró y lloró.
Entonces él se levantó y se dirigió al lugar
en que había depositado la otra mitad de su herencia y
vivió con ella agradablemente. Hizo juramento de no asociarse
en lo sucesivo con ningún hombre que le fuera conocido,
sino únicamente con extraños, y de no frecuentar
el trato de quienquiera que fuese, más que por una noche
y que el día siguiente no le reconocería [...]
Planeta, 90