...Y así lo hice. E inquirí y reflexioné sin
encontrar más certeza que comprobar que todos alaban la propia
doctrina y afean la de los demás. Ninguno encontré entre ellos
que tuviera ese modo de equidad que convence a las personas de
entendimiento; antes bien, todas sus razones eran inconsistentes
y mentidas; todos se daban la injuria y el ultraje. Y viéndolo
así no consideré camino seguir a ninguno de entre ellos, convencido
de que si daba por cierta alguna de sus religiones sería como
el crédulo engañado. Y es que dicen
que un ladrón escaló la casa de un rico con su banda. El dueño
de la casa se despertó al ruido y se lo dijo a su mujer de este
modo:
—Quedita, que creo que han entrado ladrones en casa. Haz como
que me despiertas, para que te oigan los ladrones, y pregúntame:
«Ay, hombre, ¿por qué no mí dices cómo has conseguido tantas riquezas
y estos tesoros tan inmensos?» Yo te diré que calles y tú insistirás.
Así hizo la mujer. Preguntó y preguntó lo que él había ordenado;
y los ladrones escuchaban.
El hombre contestaba:
—¡Pero, mujer, si el destino te ha deparado tanta y tan gran riqueza,
come y calla en vez de preguntar algo que, si lo supiera alguien,
sería tan poco halagüeño para mí como para ti.
Y la mujer insistía:
—¡Pero, hombre, dímelo! ¡Por mi vida que aquí hay nadie más que
nos oiga!
Hasta que, por fin, el hombre fingió acceder:
—Pues voy a decírtelo: todos mis bienes son robados.
—¿Y cómo? —preguntó ella.
Y él explicó:
—Pues porque sabía algo que me hacía fácil y seguro el robo y
que nadie me acusara o siquiera sospechara de mí.
—¿Y qué era?
—Mis compañeros y yo íbamos a casa de algún rico, como nosotros
lo somos ahora, en noche de luna, asegurándonos de que tuviera
un tragaluz por donde entrara la luna. Entonces yo decía este
conjuro, Xúlam Xúlam, siete veces; y me abrazaba a la luz, por
lo que nadie me sentía entrar. Y no dejaba dinero o prenda por
coger en la casa. Por último volvía a decir el conjuro siete veces,
me abrazaba a la luz, y la luz me llevaba por el aire hasta los
compañeros y nos íbamos tranquilos y en paz.
Cuando los ladrones oyeron todo esto dijeron:
—Hemos echado la noche; tendremos todo el dinero que queramos.
Y quedaron a la espera hasta que les pareció que el amo de la
casa y su mujer se habían traspuesto. Entonces, el jefe fue al
sitio por donde entraba la luz y dijo:
—Xúlam Xúlam.
Siete veces. Y se abrazó a la luz para que le metiera en la casa,
con lo que cayó patas arriba. Entonces apareció el dueño con una
estaca y diciendo:
—¡Alto ahí! ¿Quién eres tú?
Y él respondió:
—Yo soy el crédulo engañado por creer en imposibles. Y he aquí
el fruto.
Así que me desentendí de creer lo que no es y de confiar en aquello
que, de creerlo, podía llevarme a la perdición. Y seguí investigando
las religiones y averiguando la verdad de su contenido.
(Alianza, 91)