01.- Pedro Alfonso,
el primer español autor de cuentos "europeo".
La disciplina
clericalis en Europa
Cuento V.- El hombre y la serpiente
01.-HECATOMMITHI, de Cinthio
NOVELA IX
Argumento
Filargiro pierde una bolsa con muchos escudos, promete por público
pregón a quien se la diere buen hallazgo, pero después
de hallada pretende no cumplir la promesa y así la pierde en
pena de su mal intento.
[...]Pero callando aquí Fabio,
dijo Celia:
-En varias cosas hacen los grandes señores muestra de sus virtudes,
digo esto porque siendo Francisco Gonzaga marqués de Mantua,
valerosísimo en las cosas de la guerra, fue asimesmo en los
casos de justicia tan justo como el que más lo puede haber
sido. Y puesto que pudiera traeros a la memoria muchos actos de justicia
dignos de su virtud rara, quiero, dejados los demás aparte,
contaros uno muy donoso en que veréis cómo el no querer
cumplir lo que se promete, por la mayor parte suele ser causa de algún
daño, y de no poca afrenta al que lo hace.
Fue Filargiro un mercader griego
natural de Corfú, el cual después de haber dado algunas
vueltas a Italia, se vino a recoger a Mantua para ejercer allí
su trato. Era éste sobre todos los avaros del mundo avarísimo,
y así, aunque tenía gran cantidad de hacienda, y cada
día se le aumentaba, con todo ello tanto más deseaba
cuanto más tenía, porque junto con el dinero se le multiplicaba
la codicia dello. Sucedió pues, que habiendo un día
vendido buena cantidad de mercaduría, se echó en la
bolsa cuatrocientos escudos de oro para guardarlos en yendo a casa
con los demás que tenía; pero entretanto andando ocupado
en despachar algunas cosas que le compraban, se le cayó la
bolsa, y sin echarla de menos se fue a casa, donde en llegando echó
mano a la faldriquera para sacarla y guardar lo que estaba dentro,
y visto que no la hallaba estuvo a punto de perder junto con ella
el juicio. A cuya causa volviendo luego a ir por el mesmo camino que
había venido, comenzó a preguntar por ella a cuantos
topaba, más como llegase finalmente hasta el propio sitio de
donde había partido sin hallar nuevas ni rastro della, arrancábasele
el alma de dolor y angustia, y no de otra suerte se puso triste y
pensativo que si se le hubiera caído un ojo. Por lo cual, deseoso
en gran manera de hallar su bolsa, se fue muy ansiado al marqués
y le suplicó mandase dar un pregón prometiendo que a
cualquiera que le trujese la bolsa con los cuatrocientos escudos le
daría cuarenta de hallazgo. El marqués, que no menos
afable que valeroso y esforzado era, fue contento de hacer lo que
el mercader le rogaba condoliéndose mucho de su pérdida,
y así mandó luego dar el pregón con la promesa
ya dicha. Había hallado la bolsa por su buena suerte una destas
viejas tan religiosas y devotas que hacen escrúpulo y conciencia
hasta de escupir en la iglesia, y considerando que si se quedaba con
los cuatrocientos escudos era infernar su alma, y que el hallazgo
que prometía el pregón podía llevarlo con buena
conciencia por dársele voluntariamente, se fue al marqués
y se la puso en sus manos. El cual, viéndola en tan pobre traje,
la preguntó si tenía alguna hacienda y si era en su
casa sola; respondió ella a esto:
-No tengo, señor, otra cosa de que comer sino lo que cada día
ganamos yo y una hija que tengo de edad para casarse; entrambas hilando
y tejiendo vivimos en amor y temor de Dios y pasamos con nuestra poca
o mucha ganancia lo mejor que podemos.
Oyendo esto el marqués y viendo la pobreza de la mujer y que
ni ésta ni el deseo de remediar la hija fueron parte para que
se quedase con lo que su buena fortuna le había ofrecido, y
considerando que otro lo hiciera suyo aunque fuera rico si como ella
lo hallara, la juzgó por mujer de bien y digna de ser favorecida
con ayudarla a remediar la hija. Y enviando luego a llamar al mercader,
le dijo cómo la bolsa había ya parecido y que no faltaba
sino cumplir la promesa a aquella buena mujer que la había
hallado. Holgóse mucho el avariento de ver parecidos sus dineros
pero llególe al alma haber de dar los cuarenta escudos de hallazgo,
y así imaginó al instante un remedio para no darlos
y fue que tomando la bolsa la vació sobre una mesa que allí
estaba y puesto que contados los escudos hallase cabal el número
de cuatrocientos que había echado en ella, con todo eso vuelto
a la que los traía, dijo:
-Aquí, mujer honrada, faltan treinta y cuatro ducados venecianos
que junto con los escudos estaban.
Coloreó de oír aquello la buena vieja y congojada y
afligida respondió:
-¿Cómo, señor, pues veis vos que teniendo yo
esos dineros en mi poder y pudiendo hacer dellos lo que quisiera os
los he traído, y creéis que había de hurtaros
treinta y cuatro ducados si estuvieran con ellos?
Y luego volviéndose muy vergonzosa al marqués le dijo:
-Sobre mi ánima, señor, juro que os entregué
la bolsa de la mesma suerte que la hallé y que no solo no he
tomado nada, pero ni aún ha tocado mi mano a ellos.
No dejó por eso de afirmar Filargiro que estaban con los escudos
los ducados y decir que importaba el ir por ellos y traérselos
si pretendía que le cumpliese la promesa. Y por tanto el marqués,
conociendo su malicia y que cuanta había sido la bondad de
la mujer tanta y más era la maldad del avariento, pues no solo
intentaba quitarle a ella lo que de razón le debía,
sino que procuraba también engañarle a él no
quiriendo cumplir lo que debajo de su nombre había por el pregón
prometido, enojóse en gran manera y pareciéndole que
la causa de que aquel infame usaba era digna de ejemplar castigo,
estuvo por hacerle quitar la vida; mas refrenando el ímpetu
de la ira con el valor de su prudencia, imaginó que la mayor
pena que un príncipe como él podía dar a un hombre
tan ruin como aquel que tenía delante era hacer que con su
engaño se ofendiese a sí propio, y a esta causa se volvió
contra él diciendo:
-Venid acá, si eso es como decís ¿por qué
no hicistes mención de los ducados, cuando me pedistes que
mandase pregonar los escudos?
- No caí en ello -respondió Filargiro-, o lo que es
más cierto, no me acordé.
-¿Tan flaco sois de memoria, replicó el marqués,
que haciendo como hacéis caso de una blanca no os acordastes
que tenía la bolsa la cantidad de ducados que decís?
Pero según yo entiendo, vos queréis hacer lo ajeno vuestro,
que sin duda no es la vuestra esa bolsa pues falta lo que habéis
dicho en ella, antes debe de ser otra que perdió el mesmo día
uno de mis criados con solos cuatrocientos escudos, y siendo esto
verdad como lo es, a mí y no a vos pertenece.
Diciendo esto se volvió a la venturosa vieja y le dijo:
-Buena mujer, pues quiso Dios que os hallásedes estos dineros
y que no sean los que este mercader perdió sino los míos,
yo os hago gracia dellos para casar vuestra hija. Y si por ventura
en algún tiempo halláredes otra que tenga los cuatrocientos
escudos y treinta y cuatro ducados que él dice que tenía
la suya, llevádsela a su casa luego sin que le toméis
nada della.
Recibió los dineros con gran voluntad la vieja y besando al
marqués las manos por tan señalada merced, le prometió
de hacer cuanto le mandaba si caso fuese que la hallase. Conociendo
entonces el avaro Filargiro que el valeroso marqués, como discreto,
había entendido su malicia y a esta causa le quería
ofender con su mesma cautela, quiso estorbarlo diciendo:
-Vuestra excelencia, magnánimo señor, sea servido de
mandar que esta mujer me dé la bolsa, que yo soy contento de
dar los cuarenta escudos de hallazgo.
Acrecentáronle estas palabras al marqués el enojo y
la cólera, y así con airado semblante dijo:
-Mi nobleza, falso, y el preciarme de quien soy, me impide que no
te haga dar el castigo que mereces, viendo que tan desvergonzadamente
pides lo que no es tuyo. Vete para quien eres y no seas causa de que
llegue la justa ira a su punto, que la vengaré en ti como verás.
Vete a tu casa y descuida, que cuando aquella mujer halle tu bolsa
yo sé que te la dará.
No se atrevió a replicar más el inconsiderado Filargiro,
antes arrepentidísimo (aunque tarde) de haber querido faltar
en lo que por pregón público hizo prometer a tan ilustre
príncipe, triste y desesperado se fue a llorar la pérdida
a su casa. Y así la vieja, libre ya del avariento contrario,
dando al marqués las más encarecidas gracias que supo,
se fue también a la suya muy contenta, donde de allí
a pocos días casó la hija con los cuatrocientos escudos
muy honradamente .
(Primera parte de las Cien Novelas
de Juan Baptista Giraldo Cinthio...
traducidas de su lengua toscana por
Luis Gaytán de Vozmediano. Toledo, 1590)