01.- Pedro Alfonso,
el primer español autor de cuentos "europeo".
La disciplina
clericalis en Europa
Cuento XVII.- La serpiente de oro
03.- EL PATRAÑUELO, de Timoneda
PATRAÑA SEXTA
A causa de cien cruzados,
que halló un hombre en un saquillo,
fue servido de un asnillo
y más de veinte ducados.
Un tiratierra, habiéndose
levantado muy de mañana para ejercitar su pobre oficio, yendo
cargados sus asnos vido en medio de la calle un talegón; dándole
con el pie, vido que eran dineros, y que a gran priesa venía
uno de a caballo en busca dellos. Para mejor cogerlos a su salvo echóle
la tierra encima. Como juntase el mercader y le dijese:
—Buen hombre ¿habéisme visto un talegón
que se me ha caído, con cierta cuantidad de moneda?
Le respondió:
— ¡Dejadme, cuerpo de tal, con vuestra talega o talegón,
que harto tengo que ver en volver a cargar esta tierra que me ha echado
el asno!
Ido el mercader, cargó el astucioso hombre su tierra con el
talegón, y llevándolo a casa, él y su mujer,
de muy regocijados se pusieron a contar los dineros, y de ver que
eran cruzados de oro de Portugal, regostáronse con ellos de
tal manera que, no habiendo sentimiento, se les cayó uno detrás
de la caja que estaban contando, y vueltos en el talegón como
estaban, alzólos la mujer.
El mercader, por parte del alcalde, mandó publicar que cualquier
que se hubiese hallado un talegón con cien cruzados de oro,
que los manifestase y que le darían diez por buen hallazgo.
Venido a noticia del tiratierra, díjolo a su mujer; ella no
queriéndoselos dar en ninguna manera, él, con buenas
palabras, inducióla que de más consciencia y más
provecho les sería tomar diez ducados de hallazgo, que los
cien cruzados no siendo suyos, y así, se los dio. El buen hombre,
venido delante del alcalde, manifestó los dineros, los cuales,
vista la presente, libró en poder del mercader, habiendo dado
sus testigos y razón satisfactoria que eran suyos. Y como el
mercader los reconosciese y hallase uno menos, dijo:
—Mire vuestra señoría que aquí no hay sino
noventa y nueve cruzados, y los míos son ciento. ¿Cómo
quiere que se determine este negocio?
Pensando el alcalde que no fuese maña del mercader por no pagar
el hallazgo prometido, dijo:
-—¡Sus! Ya lo entiendo, que no deben de ser esos los vuestros
dineros. Volvédselos al buen hombre.
Vueltos, más por fuerza que por grado, fuese el tiratierra
muy alegre a su casa, y antes que a ella llegase encontró con
un aguador, gran amigo suyo, que se le había caído el
asno en un lodo, y rogándole que se lo ayudase a levantar,
tomóle de la cola, y tirando della quédesele en las
manos, por do el aguador empezó a dar voces:
— ¡Don traidor! ¡Pagadme mi asno que me habéis
derrabado.
EL tiratierra, medio turbado de lo que le había acontescido,
dando a huir encontró con una mujer preñada, de tal
manera que cayó, y fue asido del porquerón, y la mujer,
del encuentro, malparió, vista la presente.
Así, que asido el tiratierra, y detrás dél el
amo del asno, y la mujer y su marido, fueron delante el alcalde. Oída
la queja, tan graciosa, del amo del asno, que se lo pagase porque
se lo había derrabado, y la nescia demanda del marido, porque
se afligía en extremo, diciendo que de qué manera podía
sentenciar su señoría que su mujer estuviese preñada
como se estaba, oídas las partes, dio por sentencia: que en
cuanto a la demanda del asno, que se lo llevase el tiratierra a su
casa, y que se sirviese dél fasta en tanto que le saliese la
cola; y porquel marido reprochó de qué suerte sentenciaría
que su mujer estuviese preñada como se estaba, sentenció
que se la llevase el tiratierra a su casa y que trabajase de volvérsela
preñada, con tal que su mujer fuese contenta. La cual sentencia
fue muy aprobada y reída del pueblo, y obedescida, aunque le
pesase, del insipiente marido. Viniéndose el tiratierra a su
casa, alegre y regocijado por verse señor de dineros y de asno
y de mujer nueva, salió la mujer a recebille, diciendo:
—¿Qué es esto, marido?
Respondió:
—Ventura, mujer; toma ese talegón que los cruzados son
nuestros.
Pidióle más:
—¿Y el asno?
—También es ventura, porque me ha de servir fasta que
le salga la cola.
Replicóle:
—¿Y la mujer?
Respondió:
—También es ventura, pues la tengo de volver preñada
a su marido.
—¿Cómo de volver preñada? —dijo la
mujer—. ¿A eso llamáis ventura? No es sino desventura.
¿Dos mandadoras en una casa?
Respondió el marido:
—Catad mujer, que el juez lo ha mandado.
— ¡Aunque lo mande y lo remande! —dijo la mujer—.
Yo soy la que mando en mi casa y ¡por el siglo de mí
madre! tal no entre de las puertas adentro.
Despidiéndola, como el marido della la hubiese seguido, ya
presumiendo lo que se podía seguir, cobró su mujer muy
satisfecho y contento. A cabo de días, tornó el mercader
a suplicar al alcalde, dando otros testigos de fe y de creencia, cómo
eran suyos los cruzados, por lo cual mandó llamar al tiratierra
y que trajese el talegón con los cruzados. Traídos,
mandó el alcalde que se los diese. Dijo el tiratierra al punto
que se los dio, pensando que tampoco los recibiría.
—Mire, señor, que no hay sino ochenta, porque los otros
se han gastado en alhajas de mí casa.
Respondió el mercader:
—Ochenta o setenta, dad acá, que no quiero contallos,
que más vale tuerto que ciego, que yo los rescibo por ciento.
Anda con Dios.
Contentas las partes, cada cual se fue a su posada.
Oyendo el aguador que todos habían cobrado sus haciendas, así
el mercader sus dineros como el otro su mujer, paresció delante
del alcalde suplicando que le mandase restituir el asno, que él
era contento de rescebille derrabado, ansí como estaba. Proveído,
cobró su asno, y el tiratierra se quedó con veinte ducados,
y libre de los querellantes.
(Ed. José Romera Castillo. Cátedra, 86)