01.- Pedro Alfonso,
el primer español autor de cuentos "europeo".
La disciplina clericalis
en Europa
01.- Boccaccio: EL DECAMERÓN

Jornada 7. Novela 6ª
Doña Isabela, estando con Leonetto, y siendo amada por
un micer Lambertuccio, es visitada por éste, y vuelve su marido;
a micer Lambertuccio hace salir de su casa puñal en mano, y
su marido acompaña luego a Leonetto.
Maravillosamente había agradado
a todos la novela de Fiameta, afirmando cada uno que la mujer había
obrado óptimamente y hecho lo que convenía a aquel
animal de hombre. Pero luego de que hubo terminado, el rey
a Pampínea ordenó que siguiese; la cual comenzó
a decir:
Son muchos quienes, hablando como simples, dicen que Amor
le quita a uno el juicio y que a los que aman hace aturdidos.
Necia opinión me parece; y bastante
las ya dichas cosas lo han mostrado, y yo intento mostrarlo también.
En nuestra ciudad, copiosa en todos
los bienes, hubo una señora joven y noble y muy hermosa, la
cual fue mujer de un caballero muy valeroso y de bien. Y como muchas
veces ocurre que siempre el hombre no puede
usar una comida sino que a veces desea variar, no satisfaciendo a
esta señora mucho su marido, se enamoró de un
joven que Leonetto era llamado, muy
amable y cortés, aunque no fuese de gran nacimiento,
y él del mismo modo se enamoró de ella: y como sabéis
que raras veces queda sin efecto lo que las dos partes quieren, en
dar a su amor cumplimiento no se interpuso mucho tiempo.
Ahora, sucedió que, siendo esta mujer hermosa y amable, de
ella se enamoró mucho un caballero llamado micer
Lambertuccio, al cual ella, porque hombre
desagradable y cargante le parecía, por nada del mundo
podía disponerse a amarlo; pero solicitándola él
mucho con embajadas y no valiéndole, siendo hombre poderoso,
la mandó amenazar con difamarla si no hacía su gusto,
por la cual cosa la señora, temiéndolo y sabiendo cómo
era, se plegó a hacer su deseo.
Y habiendo la señora (que doña
Isabela tenía por nombre) ido, como es costumbre nuestra
en verano, a estarse en una hermosísima tierra suya en el campo,
sucedió, habiendo su marido ido a caballo a algún lugar
para quedarse algún día, que mandó ella a por
Leonetto para que viniese a estar con ella; el cual, contentísimo,
fue incontinenti. Micer Lambertuccio, oyendo que el marido de la señora
se había ido fuera, solo, montando a caballo, se fue a donde
ella estaba y llamó a la puerta.
La criada de la señora, al verlo, se fue incontinenti a ella,
que estaba en la alcoba con Leonetto y, llamándola, le dijo:
—Señora, micer Lambertuccio está ahí abajo
él solo.
La señora, al oír esto, fue la más doliente mujer
del mundo; pero temiéndole mucho, rogó a Leonetto que
no le fuera enojoso esconderse un rato tras la cortina de la cama
hasta que micer Lambertuccio se fuese.
Leonetto, que no menor miedo de él tenía de lo que tenía
la señora, allí se escondió; y ella mandó
a la criada que fuese a abrir a micer Lambertuccio; la cual, abriéndole
y descabalgando él de su palafrén y atado éste
allí a un gancho, subió arriba.
La señora, poniendo buena cara y viniendo hasta lo alto de
la escalera, lo más alegremente que pudo le recibió
con palabras y le preguntó qué andaba haciendo. El caballero,
abrazándola y besándola, le dijo:
—Alma mía, oí que vuestro marido no estaba, así
que me he venido a estar un tanto con ella.
Y luego de estas palabras, entrando en la alcoba y cerrando por dentro,
comenzó micer Lambertuccio a solazarse con ella.
Y estando así con ella, completamente fuera de los cálculos
de la señora, sucedió que su marido volvió: el
cual, cuando la criada lo vio junto a la casa, corrió súbitamente
a la alcoba de la señora y dijo:
—Señora, aquí está el señor que
vuelve: creo que está ya en el patio.
La mujer, al oír esto y al pensar que tenía
dos hombres en casa (y sabía que el caballero no podía
esconderse porque su palafrén estaba en el patio), se
tuvo por muerta; sin embargo, arrojándose súbitamente
de la cama, tomó un partido y dijo a micer Lambertuccio:
—Señor, si me queréis algo bien y queréis
salvarme de la muerte, haced lo que os diga. Cogeréis en la
mano vuestro puñal desnudo, y con mal gesto y todo enojado
bajaréis la escalera y os iréis diciendo: «Voto
a Dios que lo cogeré en otra parte»; y si mi marido quisiera
reteneros u os preguntase algo, no digáis nada sino lo que
os he dicho, y, montando a caballo, por ninguna razón os quedéis
con él.
Micer Lambertuccio dijo que de buena gana; y sacando fuera el puñal,
todo sofocado entre las fatigas pasadas y la
ira sentida por la vuelta del caballero, como la señora
le ordenó así hizo. El marido de la señora, ya
descabalgando en el patio, maravillándose del palafrén
y queriendo subir arriba, vio a micer Lambertuccio bajar y asombróse
de sus palabras y de su rostro y le dijo:
—¿Qué es esto, señor?
Micer Lambertuccio, poniendo el pie en el estribo y montándose
encima, no dijo sino:
—Por el cuerpo de Dios, lo encontraré en otra parte.
Y se fue.
El gentilhombre, subiendo arriba, encontró a su mujer en lo
alto de la escalera toda espantada y llena de miedo, a la cual dijo:
—¿Qué es esto? ¿A quién va micer
Lambertuccio tan airado amenazando?
La mujer, acercándose a la alcoba para que Leonetto la oyese,
repuso:
—Señor, nunca he tenido un miedo igual a éste.
Aquí dentro entró huyendo un joven a quien no conozco
y a quien micer Lambertuccio seguía con el puñal en
la mano, y encontró por acaso esta alcoba abierta, y todo tembloroso
dijo: «Señora, ayudadme por Dios, que no me maten en
vuestros brazos». Yo me puse de pie de un salto y al querer
preguntarle quién era y qué le pasaba, hete aquí
micer Lambertuccio que venía subiendo diciendo: «¿Dónde
estás, traidor?». Yo me puse delante de la puerta de
la alcoba y, al querer entrar él, le detuve; en eso fue cortés
que, como vio que no me placía que entrase aquí dentro,
después de decir muchas palabras se bajó como lo visteis.
Dijo entonces el marido:
—Mujer, hicisteis
bien; muy gran deshonra hubiera sido que hubiesen matado a
alguien aquí dentro, y micer Lambertuccio hizo una gran villanía
en seguir a nadie que se hubiera refugiado aquí dentro.
Luego preguntó dónde estaba aquel joven.
La mujer contestó:
—Señor, yo no sé dónde se haya escondido.
El caballero dijo:
—¿Dónde estás? Sal con confianza.
Leonetto, que todo lo había oído, todo miedoso como
quien miedo había pasado de verdad, salió fuera del
lugar donde se había escondido.
Dijo entonces el caballero:
—¿Qué tienes tú que ver con micer Lambertuccio?
El joven repuso:
—Señor, nada del mundo; y por ello creo firmemente que
no esté en su juicio o que me haya tomado por otro, porque
en cuanto me vio no lejos de esta casa, en la calle, echó mano
al puñal y dijo: «Traidor, ¡muerto eres!».
Yo no me puse a preguntarle que por qué razón sino que
comencé a huir cuanto pude y me vine aquí, donde, gracias
a Dios y a esta noble señora, me he salvado.
Dijo entonces el caballero:
—Pues anda, no tengas ningún miedo; te pondré
en tu casa sano y salvo, y luego entérate bien de lo que tienes
que ver con él.
Y en cuanto hubieron cenado, haciéndole montar a caballo, se
lo llevó a Florencia y lo dejó en su casa; el cual,
según las instrucciones recibidas de la señora, aquella
misma noche habló con micer Lambertuccio ocultamente y con
él se puso de acuerdo de tal manera que, por mucho que se hablase
de aquello después, nunca por ello se enteró el caballero
de la burla que le había hecho su mujer.
(Cátedra, 94)