La Odisea. Canto VIII
Afrodita, Ares y Hefaistos (François Boucher,
1703-1770)
Y Demódoco, acompañándose
de la cítara, rompió a cantar bellamente sobre los
amores de Ares y de la de linda corona, Afrodita: cómo
se unieron por primera vez a ocultas en el palacio de Hefesto.
Ares le hizo muchos regalos y deshonró el lecho y la cama
de Hefesto, el soberano. Entonces se lo fue a comunicar Helios,
que los había visto unirse en amor. Cuando oyó Hefesto
la triste noticia, se puso en camino hacia su fragua meditando
males en su interior; colocó sobre el tajo el enorme yunque
y se puso a forjar unos hilos irrompibles, indisolubles, para
que se quedaran allí firmemente. Y cuando había
construido su trampa irritado contra Ares, se puso en camino hacia
su dormitorio, donde tenía la cama, y extendió los
hilos en círculo por todas partes en torno a las patas
de la cama; muchos estaban tendidos desde arriba, desde el techo,
como suaves hilos de araña, hilos que no podría
ver nadie, ni siquiera los dioses felices, pues estaban fabricados
con mucho engaño. Y cuando toda su trampa estuvo extendida
alrededor de la cama, simuló marcharse a Lemnos, bien edificada
ciudad, la que le era más querida de todas las tierras.
Ares, el que usa riendas de oro, no tuvo un espionaje ciego, pues
vio marcharse lejos a Hefesto, al ilustre herrero, y se puso en
camino hacia el palacio del muy ilustre Hefesto deseando el amor
de la diosa de linda corona, de la de Citera. Estaba ella sentada,
recién venida de junto a su padre, el poderoso hijo de
Cronos. Y él entró en el palacio y la tomó
de la mano y la llamó por su nombre:
Ven acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos,
pues Hefesto ya no está entre nosotros, sino que se ha
marchado a Lemnos, junto a los sintias, de salvaje lengua.
Así habló, y a ella le pareció deseable acostarse.
Y los dos marcharon a la cama y se acostaron. A su alrededor se
extendían los hilos fabricados del prudence Hefesto y no
les era posible mover los miembros ni levantarse. Entonces se
dieron cuenta que no había escape posible. Y llegó
a su lado el muy ilustre cojo de ambos pies, pues había
vuelto antes de llegar a tierra de Lemnos; Helios mantenía
la vigilancia y le dio la noticia y se puso en camino hacia su
palacio, acongojado su corazón. Se detuvo en el pórtico
y una rabia salvaje se apoderó de él, y gritó
estrepitosamente haciéndose oír de todos los dioses:
Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís
siempre, venid aquí para que veáis un acto ridículo
y vergonzoso: cómo Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra
continuamente porque soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso
Ares; que él es hermoso y con los dos pies, mientras que
yo soy lisiado. Pero ningún otro es responsable, sino mis
dos padres: ¡no me debían haber engendrado! Pero
mirad dónde duermen estos dos en amor; se han metido en
mi propia cama. Los estoy viendo y me lleno de dolor, pues nunca
esperé ni por un instante que iban a dormir así
por mucho que se amaran. Pero no van a desear ambos seguir durmiendo,
que los sujetará mi trampa y las ligaduras hasta que mi
padre me devuelva todos mis regalos de esponsales, cuantos le
entregué por la muchacha de cara de perra. Porque su hija
era bella, pero incapaz de contener sus deseos.
Así habló, y los dioses se congregaron junto a la
casa de piso de bronce. Llegó Poseidón, el que conduce
su carro por la tierra; llegó el subastador, Hermes, y
llegó el soberano que dispara desde lejos, Apolo. Pero
las hembras, las diosas, se quedaban por vergüenza en casa
cada una de ellas.
Se apostaron los dioses junto a los pórticos, los dadores
de bienes, y se les levantó inextinguible la risa al ver
las artes del prudente Hefesto. Y al verlo, decía así
uno al que tenía más cerca:
No prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz. Así,
ahora, Hefesto, que es lento, ha cogido con sus artes a Ares,
aunque es el más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo,
cojo como es. Y debe la multa por adulterio.
Así decían unos a otros. Y el soberano, hijo de
Zeus, Apolo, se dirigió a Hermes:
Hermes, hijo de Zeus, Mensajero, dador de bienes, ¿te gustaría
dormir en la cama junto a la dorada Afrodita sujeto por fuertes
ligaduras?
Y le contestó el mensajero el Argifonte:
¡Así sucediera esto, soberano disparador de lejos,
Apolo! ¡Que me sujetaran interminables ligaduras tres veces
más que ésas y que vosotros me mirarais, los dioses
y todas las diosas!
Así dijo y se les levantó la risa a los inmortales
dioses. Pero a Poseidón no le sujetaba la risa y no dejaba
de rogar a Hefesto, al insigne artesano, que liberara a Ares.
Y le habló y le dirigió aladas palabras:
Suéltalo y te prometo, como ordenas, que te pagaré
todo lo que es justo entre los inmortales dioses.
Y le contestó el insigne cojo de ambos pies:
No, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, no me
ordenes eso; sin valor son las fianzas que se toman por gente
sin valor. ¿Cómo iba yo a requerirte entre los inmortales
dioses si Ares se escapa evitando la deuda y las ligaduras?
Y le respondió Poseidón, el que sacude la tierra:
Hefesto, si Ares se escapa huyendo sin pagar la deuda, yo mismo
te la pagaré.
Y le contestó el muy insigne cojo de ambos pies:
No es posible ni está bien negarme a tu palabra.
Así hablando los liberó de las ligaduras la fuerza
de Hefesto. Y cuando se vieron libres de las ligaduras, aunque
eran muy fuertes, se levantaron enseguida: él marchó
a Tracia y ella se llegó a Chipre, Afrodita, la que ama
la risa. Allí la lavaron las Gracias y la ungieron con
aceite inmortal, cosas que aumentan el esplendor de los dioses
que viven siempre y la vistieron deseables vestidos, una maravilla
para verlos.
Esto cantaba el muy insigne aedo. Odiseo gozaba en su interior
al oírlo y también los demás feacios que
usan largos remos, hombres insignes por sus naves.