Literatura Española del Siglo XVII

05.- NOVELA PICARESCA

6.- Picaresca y fábula:

La peregrinación sabia de Salas Barbadillo

Emblema «Quidquid delirant Reges», de Henry Peacham,
Minerva Britanna, Londres: Walter Dight, 1612

Dedicatoria.- A Luis Ortiz de Matienzo, del consejo de su Majestad, y su secretario de Nápoles en el supremo de Italia

Esta fábula escrita en prosa -su título LA PEREGRINACIÓN SABIA-, escrita más para la utilidad que para el deleite, ofrezco a vuestra merced, porque hago confesión pública de que no tengo otro caudal con que pagarle tantos beneficios, pues con sumo cuidado procura que se traslade a España el valor de aquella hacienda que tengo en Italia, con que podría pasar menos desacomodado, pues, por no haber tenido hasta ahora tan grande y tan piadoso protector, ha que duran los pleitos más de cuarenta años, que no fueron más largos los que se trajeron sobre el estado de Puñonrostro. De los demás bienes que están libres, que son muchas y muy buenas casas, hasta ahora no he visto sino de cuatro en cuatro años unas blanquillas, que apenas son la paga de un año, con que no se diga que intentan vivir de balde los demás, por lo menos así lo parece. Mas si, como espero en Dios nuestro Señor y en la piedad y clemencia cristiana de vuestra Merced, pues es ciertísimo que otro algún respeto humano no lo mueve, esto llega a conseguir el último y deseado fin, podré decirle a vuestra merced lo que Virgilio a César Augusto cuando le fueron restituídos sus campos y se halló gozando de una ociosidad tranquila y de una paz suave; dijo así, en la égloga primera:

«O Melibae, Deus nobis haec otia fecit:
Namque erit ille mihi, semper Deus, illius aram,
Saeepe tener nostris ab ovilibus imbuet agnus.»

[Ah Melibeo, esta paz es un dios quien me la ha regalado.
Que para mí será siempre un dios aquel hombre:
del hato no ha de faltarle cordero lechal que tiña sus altares. (Trad. Juan Manuel Rodríguez Tobal)]

Entendiendo el fallido estado que tenían estos negocios, antes que vuestra merced los amparase, el reverendísimo padre maestro Hortensio, que Dios tiene, lo violentó a exclamar, diciendo: «¡Extraña fortuna de hombre, que le obliga a pedir de limosna su propia hacienda!» Y dijera mucho más, si supiera que se adquirió, no en el ocio de la corte ni en los palacios de los príncipes, con las lisonjas que tanto son en ellos acariciadas, sino por un brazo militar y bizarro, que después de haber servido a sus Majestades de los señores Carlos V y Felipe II en todas las ocasiones honradas que se ofrecieron en aquellos tiempos, murió en Nápoles, Alférez de caballos de la compañía del Príncipe de Urbino.
Señor, el proseguir esta empresa es hazaña digna del ánimo generoso de vuestra merced, y la pagará el cielo con la liberalidad que acostumbra.
Guarde Nuestro Señor a vuestra merced muchos años, con los acrecentamientos que merece y yo, su mayor servidor, le deseo.
Servidor de vuestra merced,

ALONSO DE SALAS BARBADILLO.


[...] Así aliviaba el cansancio de su camino cuando, sin haberle visto, se halló muy cerca de un perro, tan grande y desproporcionado, que le pareció que era ilusión de su vista y que se engañaba. Venía todo armado de planchas de hierro, y era tanta su ferocidad, que del espanto grande que recibieron él y su hijuelo no pudieron dar un paso, y temblando cayeron en tierra; entonces el perrazo descomunal atronó todo el campo con su voz terrible y les dijo:
-No temáis, viles hormiguillas, que sois pequeña presa para la nobleza de mis dientes. Yo soy don Florisel de Hircania, un perro caballero andante, que ando buscando aventuras en desagravio a los pequeños y castigo a los soberbios y tiranos; traía un buen escudero que me servía y murió habrá dos días; murió de enfermedad, porque yendo en mi compañía cierto es que nadie se había de atrever a quitarle la vida sin la misma pena; por tanto, si queréis servirme, podréis ver el mundo debajo de mi amparo sin temor de injuria ni fuerza, mas ha de ser a condición que perdáis toda avilintez, y pavor ca yo no gusto de ánimos medrosos y viles.
Parecióles a los zorros, como era verdad, que les había hecho la vida de merced, y aunque ellos no quisieran andar buscando ocasiones de peligro y riesgo, hubieron de acomodarse al partido que les ofrecía, y siguiendo sus pasos, a la bajada de un monte hallaron dos grandes perros mastines que tenían muy acosado a un lobo. Entonces don Florisel de Hircania les dijo:
Malandrines viles y bajos, al fin mastines y villanos, porque si vosotros fuérades caballeros no hiciérades batalla tan desigual peleando dos contra uno! Yo, el muy noble y muy esforzado caballero don Florisel de Hircania, descendiente de los reyes de los perros ilustres de aquella muy generosa provincia, os mando que se aparte uno de vosotros y que el otro haga su batalla con el enemigo cuerpo a cuerpo.
Y vuelto al lobo, le habló así:
-No tengas miedo, esfuérzate, que yo estoy aquí para hacerte el campo seguro y no consentir que se te haga ningún tuerto ni demasía.
Los mastines, enojados y soberbios, le dijeron que aquél era un ladrón que andaba salteando el ganado inocente por aquellos caminos, con quien no se podían guardar aquellos respetos y leyes de caballería, ni era justo, y que si allá en su provincia de Hircania vivían con semejantes costumbres, que España se gobernaba con otras, y así le aconsejaban que se fuese en paz y no se hiciese protector de ladrones, porque le saldría muy costosa la empresa.
Apenas se oyó llamar protector de ladrones, cuando les dijo:
Mentides, villanos, viles y bajos!
Y acometiéndoles con gran furia hizo al uno de ellos pedazos y el otro se le procuró ir por los pies, bien herido y lastimado. Así llegó a la presencia de sus pastores, que, saliendo a su defensa, no fueron bastantes, porque allí, a sus ojos, con grande facilidad, le quitó la vida, y ellos espantados de su ferocidad, huyeron al pueblo, dejando desamparada su choza. Entrándose en ella don Florisel, dijo:
-¡Gracias te doy, poderoso Júpiter, que con tan poco peligro y riesgo me has sacado vencedor de enemigos tan fieros, pues con tu auxilio les quité la vida y he ganado este fuerte castillo para que empecemos a tener algún señorío en España, yo y todos los que de mí vinieren! ¡Esta ha sido hazaña de prez y digna de que viva eterna en las historias!
Los zorros, que estaban con más gana de comer que de escucharle, habiendo visto una banasta de uvas, acometieron a ella y se dieron un gentil hartazgo, y él, muy gozoso y ufano, les decía:
-Comed, los mis escuderos, a vuestra satisfacción, que esta hacienda es mía, que yo la he ganado por mis puños, para mí y para todos mis leales servidores.
Este consejo les daba, que ellos con gran prontitud le obedecían, y obligado de su ejemplo, le pareció que seria bien tomarle para sí, cebándose en una buena cantidad de cecina y después en algunos panes, porque su cuerpo descomunal no se satisfacía con pequeño plato. El zorro viejo, como astuto, le dijo:
-Bien será, señor don Florisel, pues hemos reposado y comido, que dejemos este lugar peligroso, porque, ¿quién duda que aquellos pastores habrán ido al pueblo, que volverá armado a buscar vuestra muerte y la nuestra? Las temeridades no son hazañas, y es locura y no valor acometer empresas imposibles; la victoria de este día es bastante a haceros glorioso en todo el orbe; contentaos con lo que hoy habéis hecho y dejad algo para el día de mañana, que según está el mundo lleno de peligros y casos inopinados, jamás le faltarán ocasiones al ejercicio de vuestro valor. Sabed...
-¡No quiero saber nada -respondió don Florisel-, que mis dientes nobles solos son bastantes para defenderme de toda esta gavilla de villanos cobardes a quien tú tanto temes! ¿Parécete que será honra de un tan valeroso caballero como yo haber ganado este fuerte castillo por fuerza de armas, y luego, con tan pequeño temor, desamparalle cobardemente? ¡No dice eso con mi real naturaleza y sangre generosa! Ahora, cuando te quería yo hacer castellano de este castillo y tomarte pleito homenaje de que le defenderías con todo tu poder y que morirías antes que entregarle a ninguno de mis enemigos, ¿te muestras tan cobarde? ¡Al fin eres villano y sandio, y si no fuera por el respeto del gran Júpiter, en cuyo nombre te puso debajo de mi amparo, éste fuera el último de tus días, no porque tú seas cobarde, como lo son todos los de tu infame linaje, sino porque has hecho de mi generoso valor el mismo concepto!
Así blasonaba el emperrado caballero don Florisel de Hircania, cuando llegaron todos los del pueblo, unos a caballo, con lanzas y chuzos, y otros a pie, rodeados de valientes mastines; al grande ruido con que venían salió de la choza, y acometiendo a todos con generoso valor, hizo en ellos grande estrago: mató dos perros y mordió tan fuertemente en la pierna a una yegua, que cayó herida y dio con su amo en el suelo. La turba de los villanos, espantada de su ferocidad y braveza, volvió las espaldas. Los zorros, que habían estado mirando aquella prodigiosa batalla algo retirados, para usar de la ocasión conforme al suceso, llegaron muy humildes a pedirle perdón por haber confiado tan poco de sus increíbles fuerzas, y le dijeron que ya en su compañía ni a Júpiter tendrían miedo, armado de sus ardientes rayos.
Risueño y desvanecido, el bienaventurado don Florisel les respondió que guardasen la admiración para cosas mayores que verían adelante, y que tuviesen con ellas grande atención, para que siendo testigos fieles de vista, pudiesen después ser coronistas verdaderos de sus victorias y triunfos.
-Porque, sabed -les decía- que yo soy descendiente de aquel generosísimo perro don Alejandro de Grecia, que habiendo muerto, delante de los ojos del invencible emperador Alejandro Macedón, un león fierísimo, quiso, por honrarle, que se llamase su mismo nombre, y le dio por armas un perro grande y feroz y un león muerto a sus pies; mas el vulgo no le llamaba así, sino el valerosísimo y generoso can Mataleones. Según esto, siendo yo descendiente por línea recta de perro macho, ya no podréis admiraros de ninguna de cuantas hazañas hiciere ni intentare.
Así se vanagloriaba, cuando se oyeron unos espantables y fieros bramidos, y dejando la plática salió a buscar lo que podía ser, y en su seguimiento los zorros; caminaron con veloces y diligentes pasos hasta llegar a una espaciosa y bien florida vega, a quien los cristales de un río majestuoso y claro fertilizaban y enriquecían; ésta habían elegido para teatro sangriento dos ferocísimos y gallardos toros que cuerpo a cuerpo se combatían sobre quién había de ser el galán y victorioso amante de la más bella vaca de cuantas pacen la hierba de aquel elegante sitio.
Viéndoles pelear con tanto esfuerzo, el generoso can don Florisel de Hircania -que dijo haber mudado el apellido de Grecia, que tuvieron sus antepasados, porque él solo, sin ninguna ayuda, mató a un tigre llamado don Héctor de Hircania-, viéndoles, pues, herirse tan animosamente, dijo con gran deleite y gozo de su corazón:
-Estos son de los mejores y más virtuosos caballeros que yo he conocido; ésta es batalla honrosa, éste es propio combate de valientes y animosos príncipes, mas con todo eso me toca en ley de caballería saber por qué causa se procuran quitar la vida, porque si es cosa que puede tener medio y componerse, no es razón que se pierdan dos tan buenos y esforzados caballeros.
Así dijo, y poniéndose de por medio les rogó que cesasen las armas y le dijesen la razón por que reñían; mas ellos, que estaban furiosos y soberbios, ofendidos de su pregunta y de que pretendiese con ello embarazarles la batalla, sin responderle palabra le acometieron cada uno por la parte que le tocaba, y le dieron dos malos golpes, que, a no venir tan bien armado, sin duda fuera aquél el último de sus días; mas no quedó sin venganza esta ofensa, porque cerrando con el uno de ellos le arrancó una oreja entera y le trujo rendido al suelo, y volviendo con ligereza sobre el otro le mordió en una pierna, tan fuertemente que se la cortó y le dejó desjarretado. Ya a este tiempo venían dos vaqueros a caballo en busca de aquellos toros, que siendo hombres animosos y arriscados, aunque tenían noticia de la ferocidad de aquel gallardo perro, cuya fama estaba ya muy extendida por aquella comarca, a quien el miedo de los villanos con quien tuvo la primera refriega le dio por nombre el hijo del diablo, le procuraron cercar, y el uno le dio una lanzada, con tanta pujanza que le pasó las armas y le hizo una terrible herida; mas él, más veloz y más furioso que el rayo de Júpiter cuando, cayendo en la cumbre del monte, todo lo abrasa con portentoso ruido saltó con velocidad inopinada sobre las ancas de la yegua, y sin que el compañero se atreviese a socorrerle, le hizo pedazos en su presencia; este horror le obligó a que volviese las espaldas, poblando los aires de voces.
No le pudo seguir el valeroso y valiente can, porque se desangraba mucho de la herida, y así, la necesidad le forzó a retirarse a la choza, que él llamaba su castillo, ganado por fuerza de armas, y allí se curó luego con un bálsamo muy precioso que traía guardado en una redoma pequeña, que se la dio para estos trances el perro sabio de Macedonia llamado Albumasar, ilustre en las artes mágicas.

Si quieres leer el texto completo, bastante divertido por las parodias que incluye, aquí tienes el enlace:

http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01482418656704806322257/index.htm