CAPÍTULO II.- De un gracioso
coloquio que tuvo el autor en la prisión con un famosísimo
ladrón.
[...] apenas se oyó la voz
cuando tras ella se dejó entrar por la puerta uno de mis devotos
y tenido en mucha consideración entre aquella gente non sancta,
mudado el color, el rostro bañado en lágrimas, sin sombrero,
cruzadas las manos, sollozando y pidiendo con mucha humildad a los
circunstantes le dejasen solo conmigo, encareciendo la brevedad como
principal remedio de su desdicha. Hiciéronlo así, y
él, viéndose solo y con libertad de descubrirme su pensamiento,
sin algún preámbulo, prevención, advertencia
o cortesía, dijo:
-Señor, hoy es el día de mi fiesta,
y se me hace merced de la escribanía
de un puerto, con un capelo de cardenal;
¿qué remedio habrá para un mal tan grande?
Verdaderamente, me suspendió algún tanto la cifra de
sus palabras, juntamente con la figura que representaba, porque no
sabía cómo glosar un lenguaje incógnito
y acompañado con tantos suspiros; pero, reparando un poco en
ello y presumiendo ya lo que podía ser, creí que el
capelo lo había recibido en un jarro de vino
y que de su mucha abundancia se le había subido a la cabeza
aquella noble dignidad; y así, medio riendo, le respondí:
-Amigo,¿el correo que os trajo la nueva es de a doce o de a
veinte?
-No es de a doce, ni aún de a cuatro, desdichado de mí
—respondió él—, que no estoy embriagado
ni en mi vida lo estuve; y pluguiese a Dios que todo el mundo viviese
tan recatado en este particular como yo; mas, como dice el proverbio,
unos tienen la fama y otros lavan la lana: y vuestra merced no hace
bien en burlarse de un pobre desdichado que llega a pedille consejo
en tan extremada aflicción.
Admiróme grandemente su asentada respuesta, y, no pudiendo
dar en el blanco de lo que podía ser, le dije, algo colérico:
-Acabad ya de contarme la causa de vuestra pena, y no me tengáis
más suspenso con vuestra cifra y enigmas.
-Yo conozco ahora, señor mío -dijo él-, que vuestra
merced no ha estudiado términos martiales,
ni ha visto las coplas de la jacarandina, y así le será
dificultoso entender la concusión de los cuerpos sólidos
con la perspectiva de flores rojas en campo blanco.
De esta segunda respuesta me acabé de confirmar que no estaba
embriagado, pero loco sí; y como
a tal, otorgué todo lo que me decía, aunque sin entendelle.
Y tomando pie de sus mesmas razones, le pregunté quién
le hacía cardenal y por qué. A lo cual me respondió
diciendo:
-Sabrá vuestra merced que algunos de tercio y quinto, oficiales
de topo y tengo, sobre el siete y el llevar, se encontraron conmigo
un domingo a medianoche y hallándome en el as de palos, dio
su suerte en azar y yo quedé con el dinero. Picáronse
y, deseando vengar su agravio, se fueron a Cipion, manifestando una
llave universal que en mis manos habían visto, sobre lo cual
se hicieron largas informaciones por los señores
equinocciales, y al cabo de un riguroso examen que se me hizo,
no hallándome bueno para Papa, me dejaron
el oficio de cardenal.
-Por ser muy dichoso os podéis tener -le respondí- con
tan alta dignidad, pues son muy pocos y con mucho trabajo los que
llegan a ella.
-Yo la renunciaría de buena gana —dijo él—,
y sin pensión, si alguno la quisiese recibir por mí,
y aun me obligaría a pagalle las bulas; porque, a decille la
verdad, es carga muy pesada, y quien la da no tiene muy buena reputación
en el vulgo, ni amigos en la ciudad; y esta es la causa que no la
estimo. Y no piense vuestra merced que con decir no quiero aceptalla
se remedia esta pena, porque no está en mi mano ni en la de
los que semejantes cargos reciben el podello hacer, pues las dignidades
se reparten por merecimientos; y así, aunque el hombre las
rehuse, se las hacen tomar por fuerza. Y porque alguno, por demasiado
humilde, no se excuse ni haga resistencia, le atan como si fuese loco.
-Verdaderamente, amigo —le dije—, deberíais teneros
por dichoso y bienaventurado con tal elección, supuesto que
va por merecimientos y no por favor.
-Bienaventurado —dijo él—, sí por cierto
que lo soy, aunque indigno pecador, pero no dichoso, que a serlo no
fuera bienaventurado.
Con esta respuesta me acabé de desengañar de que no
estaba loco ni embriagado, sino que, de solapado
y tacaño, encubría su razonamiento; y determinando dejalle
con sus satíricas gracias, me levanté en pie diciéndole
algunas palabras injuriosas, a las cuales respondió, con mucha
humildad, diciendo:
-Refrene vuestra merced su cólera, le suplico, señor
mío, que el habelle hablado por cifras
no carece de misterio, y créame que no ha habido en ello otra
intención que ocultar mis desdichas a algunos soplones, que
ordinariamente van desvelados escuchando las vidas ajenas para retallas
a sus correspondientes; pero ahora, que sin recelo puedo hablar, yo
me declararé confiado en que vuestra merced, como de tan buen
entendimiento, no se escandalizará de oír mis flaquezas,
ni por ellas me privará del buen consejo que de su extremada
caridad espero. Y así, sepa que el cardenal
es el que hoy me darán a mediodía en
las espaldas; la escribanía del
puerto, la que reciben los que van condenados a galeras;
los del tercio, son algunos de nuestra compañía, los
cuales guardan la calle cuando se hace algún hurto, y éstos
llevan el tercio; los de quinto, son alguna gente honrada, o a lo
menos tenida por el vulgo por tal, la cual encubre y guarda en su
casa el hurto, recibiendo por ello el quinto de lo que se roba[...]