Literatura Española del Siglo XVII

05.- NOVELA PICARESCA

5.- Picaresca histórica:

La vida de Estebanillo González, anónimo (1646)

Capítulo tercero [¿1623-1626?]

Adonde se declara el viaje que hizo a Roma; lo que le sucedió en ella, estando por aprendiz de un cirujano. Cómo se volvió a huir tercera vez; entró a servir de platicante y enfermero en el hospital de Santiago, de Nápoles, y cómo se salió dél por pasar a Lombardía con puesto de abanderado.

Mandaron a mi tercio que marchase a los Países Bajos, cuya nueva me dejó sin aliento, por ser camino tan largo, y que lo habíamos de caminar en mulas de San Francisco. Estaba en mi compañía un soldado que había servido en aquellos Estados en tiempo de treguas; y para informarme dél qué tierra era adonde nos mandaban ir, lo convidé a beber dos frascos de vino en una ermita del trago; y después que estaba como el arca de Noé, habiéndole yo dicho cómo estaba de camino para ir a ver la gran corte de Bruselas, me dijo lleno de vaguidos de cabeza, y de abundancia de erres:
-Camarada del alma, tome mi consejo, y haga lo que quisiere; pero a Flandes, ni aún por lumbre, porque no es tierra para vagamundos, pues hacen trabajar los perros como aquí los caballos; y tan helada y fría, que [Cuento parecido a uno del Asno de oro de Apuleyo] estando yo un invierno de guarnición en la villa de Güeldres, tuve una pendencia con un soldado, de nación albanés, sobre cierta metresa; y habiendo salido los dos a la campaña y metido mano a nuestras lenguas de acero, ayudado yo de mi destreza, le hice una conclusión, y con una espada ancha de a caballo que yo traía entonces, le di tal cuchillada en el pescuezo, que como quien rebana hongos, di con su cabeza en tierra, y apenas lo vide como don Álvaro de Luna, cuando quedé turbado y arrepentido; y viendo que palpitaba el cuerpo, y que la cabeza tremolaba, la volví a su acostumbrado asiento, encajando gaznate con gaznate, y venas con venas, y helándose de tal manera la sangre, que sin quedar ni aún señal de cicatriz, como aún no le había faltado el aliento, volvió el cuerpo a su primer ser y a estar tan bien como cuando lo saqué a campaña, y la cabeza aún más firme que antes. Yo, atribuyéndolo más a milagro que a la zurcidura y brevedad de la pegadura, lo levanté de tierra, y haciéndome su amigo, lo volví a la villa y llevé a una taberna, donde, a la compañía de un par de fogotes, nos bebimos teta a teta media docena de potes de cerveza, con cuyos estufados humos y bochornos de los fulminantes y abrasados leños, se fue deshelando poco a poco la herida de mi compañero; y yendo a hacer la razón a un brindis que yo le había hecho, al tiempo que trastornó la cabeza atrás para dar fin y cabo a la taza, se le cayó en tierra como si fuera cabeza de muñeco de alfeñique, y se quedó el cuerpo muy sosegado en la misma silla, sin hacer ningún movimiento; y yo, asombrado de ver caso de tanta admiración, me retiré a una vecina iglesia. Diéronle sepultura al dos veces degollado, y yo, viendo el peligro que corría si me prendiesen, me salí de Güeldres en hábito de fraile, por no ser conocido de la guardia de la puerta; y pasando muchos trabajos llegué a este país, que aunque es frío, no tiene comparación con el otro, como vuesa merced echará de ver en lo que en buena amistad le he contado.
Agradecíle el aviso, y di tanto crédito a su fábula de Esopo, que incité a la mitad de mi compañía a que fuésemos a buscar tierra caliente [...]

Capítulo séptimo [1634-1638 o 1639]

Que trata del viaje que hizo a los Estados de Flandes; una pendencia ridícula que tuvo con un soldado; la junta que hizo con un vivandero, y otros muchos acaecimientos.

Sucedióme un día un cuento harto donoso, y fue que, saliendo de comer de la villa, tan por extremo cargada la cabeza que los niños me parecían hombres y los hombres gigantes, lo blanco azul y lo verde leonado, llegué dando traspiés a una grasería, que estaba toda cubierta y adornada de manojos y hileras de velas de sebo; y pareciéndome los manojos que lo eran de rábanos, le pregunté al dueño que por qué causa les había quitado las hojas. El cual, por no entenderme y conocer de la suerte que iba, dejó de responderme, y se puso muy de espacio a reír. Yo, que imagino que a la preñez de mi borrachera le había dado por comer rábanos, alargué la mano a una de las hileras, que estaba pendiente de un palo largo, y agarrando dos velas y tirando con fuerza para darme un verde de lo que apetecía, di con todo el argadijo en tierra. Viendo el amo toda su mercancía hecha pedazos, antes de dejármela probar tomó el palo, y descargólo sobre mí con tal furia, que si el vino me había hecho ver estrellas a medio día, él me hizo ver luceros a las dos de la tarde. Sentía, aunque borracho, de tal suerte el dolor y agravio, que metiendo mano a la espada, cerré con él como con tropa de enemigos. Viéndome tan fuera de mí y que sin miedo ninguno me iba acercando a él sin bastarle la defensa del palo, se metió en un aposento cercano a la tienda y cerró tras sí la puerta. Yo, viendo que por más estocadas que daba a la puerta no se me quitaba el escozor de la chimenea y de las costillas, cerré con la procesión de la Candelaria, y tirando tajos y reveses, desgajando y desmenuzando escuadrones de sebo y pabilos, rendí a mis pies el número de mil velas o rábanos, dejando la tienda hecha una ruina de grosura. A este tiempo acertó a pasar por cerca de mi palestra una tropa de soldados de los nuestros, y viéndome jugar de montante y tan encendido en cólera, a persuasión de unos vecinos, me sacaron a la calle, diciendo a grandes voces:
—¿Palos a mí, por un par de rábanos, valiendo a liarte el manojo?
Lleváronme medio en peso adonde dormí la pendencia, dejando al pobre burgués sin dormir, de puro desvelado. Fue la queja a mi amo, con otras muchas que dieron los vivanderos de que yo les estafaba y destruía; por lo cual, indignado contra mí, y porque viesen la igualdad de su justicia, me mandó prender y echar una grande y pesada cadena y que me pusiesen a buen recaudo. Los ejecutores infernales, no siendo lerdos ni perezosos a su mandato (por dar muestras de ministros puntuales), me amarraron a un duro banco, y no de galera turquesca: allí purgué la batalla de los rábanos, allí pené los pecados cometidos contra los prójimos vivanderos, ayuné sin ser témporas ni vigilias, y hice dieta sin haberme metido en cura. Enternecida de este rigor la señora Condesa de Buquoy, sorda a las quejas de tantos demandantes, le pidió a mi amo que trocase el peso de su justicia en la balanza de su misericordia; el cual, viendo la deidad que me amparaba y el ángel que me defendía, mandó que me deseslabonasen, y que me diesen cumplida libertad.

Capítulo X [1642-43]

En que prosigue el fin que tuvo aquel sitio, y del viaje que hizo al reino de Polonia y de lo que le sucedió a la vuelta de la batalla de Lipzig que dieron los imperiales a los suecos, y un recuentro que tuvo con un trozo de vivanderos y de la vuelta que dio a Flandes y después al Imperio.

[...] Al cabo de tres días me despacharon, dándome trecientos ducados para guantes y enviándole la Reina [Cecilia Renata de Habsburgo, 1611-44] a su hermano, entre las demás cartas, una en que le encargaba que, si acaso me despachase a los Países Bajos, me diese comisión de traerle unas puntas [puntillas] y una muñeca vestida al traje francés, para que sus sastres tomasen el modelo y le hiciesen de vestir a uso de aquel reino, por ser el de Polonia embarazado y no a su gusto. [...]

En este tiempo la Condesa de Ulst, a pedimiento de mi amo y por agradar a la Reina de Polonia, me dio una gran muñeca, vestida a lo francés, que había hecho traer de París. Compré gran cantidad de puntas, de las mejores y más finas que pude hallar, en cumplimiento de lo que me había mandado el Archiduque Leopoldo. [...]

Llegué al cabo de las diez y ocho [jornadas] a los pies de Su Alteza, el cual se holgó de verme, y mucho más cuando supo que llevaba la muñeca y puntas que había mandado traer de Flandes.

Cecilia Renata de Habsburgo, 1611-44

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http://parnaseo.uv.es/Lemir/Revista/Revista13/4_Texto_Estebanillo.pdf