Capítulo I.- Cuenta
don Gregorio su patria y genealogía.
Si está
de Dios que yo he de ser coronista de mi vida, vaya de historia.
Yo, señores, nací en Triana, un tiro de vista de
Sevilla, por no tropezar en piedra. Mi padre
fue doctor de medicina, y mi madre
comadre; ella servía de sacar gente al mundo, y él
de sacarlos del mundo; uno les daba cuna
y otro sepultura. Llamábase
mi padre el doctor Guadaña,
y mi madre la comadre de la Luz;
él curaba lo mejor del lugar, y ella parteaba lo mejor
de la ciudad; quiero decir que él curaba al vuelo, y ella
al tiento. Andaba mi padre en mula, y mi madre en mulo, por andar
al revés, y todas las noches, después de vaciar
las faldriqueras, se contaba el uno al otro lo nacido y lo muerto.
no comían juntos, porque mi padre tenía asco de
las manos de mi madre y ella de sus ojos, por haberlos paseado
por las cámaras o aposentos de los enfermos. Cuando había
algún parto secreto, el sobreparto curaba él, y
el parto ella, y todo se quedaba en casa. Mi padre daba remedios
para fingir opilaciones, y mi madre a los nueve meses desopilaba
a todas.
Un tío mío, hermano
de mi padre, era boticario, pero
tan redomado, que haciendo un día su testamento, ordenaba
que le diesen sepultura en una redoma por venderse por droga.
Era su botica una piscina de ellas, y el ángel que las
movía era mi padre; pero los pobres que caían en
ella, en vez de llevar la cama a cuestas, los llevaban a ellos.
No se daba manos mi tío a llenar su botica, ni mi padre
a vaciarla; y entre los dos había cuenta de medio partir
cada mes, por lo bebido y purgado. Si un enfermo había
menester un jarabe, mi padre le recetaba diez, y si una medicina,
veinte; y con este arbitrio estaba de bote en bote la casa, llena
de dinero a pura receta baldía, igualando mi padre las
enfermedades, pues todas gozaban igualmente de su providencia
[...] Cuando él conocía una enfermedad corta, la
largaba la rienda, y cuando caminaba mucho, se la tiraba, y entre
andadura y trote, nunca le dejaba llegar a la posada de la salud,
antes la rodeaba por el camino de la muerte, sesteando todos en
casa de mi tío el boticario. Tasaba mi padre sus recetas
como para sí; y solía muchas veces reñir
con su hermano, con lo cual aseguraba los enfermos. Llamábase
mi tío Ambrosio Jeringa, si
bien Jeringa le conmutaron muchos a Purgatorio, por los muchos
que purgaban en su tienda los pecados de atrás.
Tenía mi madre un hermano cirujano;
era la llave de mi padre, y con ella abría todo el lugar.
Llamábase Quiterio Ventosilla.
Era el hombre más dado a perros que vi en mi vida, porque
hacía anatomía de cuantos topaba por la calle; perseguía
aún después de muertos a los pobres del hospital,
y no paraba hasta verles los hígados y sacarles las entrañas;
solía decir que abriendo los muertos, sanaba los vivos;
pero yo nunca le vi abrir ninguno que no le abriesen primero la
sepultura [...]
[...] Mi abuelo por parte de padre
era sacamuelas; llamábase Toribio
Quijada, y desempedraba una y aún dos a las mil
maravillas. Solía ponerse en la plaza con un rosario de
huesos al cuello, y hacía una oración tan piadosa,
que la mayor parte de la gente estaba la boca abierta escuchándole.
Limpiaba dientes y muelas con tal gracia, que nunca más
se hallaban en la boca [...]